Hay épocas históricas en que se exaltan el refinamiento y los buenos modales, como sucedía en el Siglo de Oro, cuando los hidalgos, hambrientos y raídos, aparentaban señorío y gravedad, y otros en que las masas se ven deslumbradas por la chulería y la plebeyez, como a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando los aristócratas de las cortes de Carlos IV y de Fernando VII, se disfrazaban de majos y adoptaban ademanes populacheros. Por eso no hay que espantarse porque en nuestros días esté de moda la zafiedad y el desprecio a los convencionalismos sociales. Es un fenómeno histórico pendular muy viejo y los hábitos de la gente suelen transitar, de tiempo en tiempo, hacia un extremo u otro.
Uno de los aspectos en que más claramente se aprecian estos vaivenes es en los tratamientos. Tradicionalmente ciertas personas, por el puesto que ocupan, o por sus méritos, más o menos reales, vienen ostentando superlativos rimbombantes, como excelentísimo, ilustrísimo, y alguno más. Naturalmente que a nadie se le oculta que se trata de seres humanos como los otros, capaces, pongo por caso, de meterse el dedo en la nariz, cuando están a solas, o de soltar un taco si se enfadan. Pero el adjetivo que les acompañaba servía para expresar que, por su valía, o por su enchufe, o por ambas cosas, ocupaban un puesto relevante en el tejido social. Hace unos años, cuando alguno de estos próceres deseaba mostrarse campechano y asequible con su interlocutor le decía: «Por favor, apee el tratamiento», y quedaba divinamente. Pero, de vez en cuando, surgen movimientos contrarios a estos adjetivos honoríficos, que luego, con el tiempo, se quedan en nada. Así sucedió, en la Revolución Francesa, con lo de llamar a todo el mundo ciudadano, y, después, cuando los fascistas y los comunistas, con su inveterado mimetismo recíproco, quisieron imponer lo de camarada o compañero.
Ahora vivimos otro de esos sarampiones antihonoríficos. Hace unos años se declaró innecesaria y obsoleta la habitual fórmula de «Dios guarde a V.E, (o V.I.) muchos años», aunque, al no estar expresamente prohibida, somos muchos los que seguimos utilizándola, cuando nos dirigimos por escrito a algún poncio, mayormente porque pensamos que siempre nos puede venir otro peor y más vale malo conocido. Hace poco se anunció a bombo y platillo que el Gobierno suprimía los tratamientos para los altos cargos de la Administración Central. Pero se advirtió que la norma se refería sólo a ellos, y no a los demás, con lo que bien podremos encontrarnos cualquier día con un titular de prensa que diga así, más o menos: «El Excelentísimo Sr. Presidente de la Comunidad Autónoma se entrevistó con el payo (o la paya) que dirige el Ministerio de... lo que sea». Y tendremos que ir acostumbrándonos a que los conferenciantes no inicien sus disertaciones diciendo, «Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades», sino, simplemente, ¿Tías y tíos!
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