Decía Spinoza que las cosas no son buenas y por esos vamos tras ellas, sino que esas mismas cosas, al hacernos sentir bien, son deseables y por eso las llamamos buenas. Esto es, desde la distancia adecuada, nada es bueno o malo, sino que responde a una trama de relaciones en las que las valoraciones morales se disipan hasta hacerse irrelevantes.
Pero más allá de esta posición existe otra que nos lleva a las vicisitudes de la necesidad práctica. Uno no puede consolarse siempre pensando que cualquier situación que vive y que por las razones que sean le supone un sufrimiento de cualquier medida, es en realidad una ínfima parte de una especie de ecuación que finalmente se igualará en la neutralidad del equilibrio cósmico.
No puede porque existen ocasiones en que se necesita un objeto sobre el cual volcar la incomprensión del sufrimiento antes que verse luchando contra algo que, en sí, no se rige por las categorías con las que pretendemos atacarle. En ocasiones es preciso acercarse al terreno espiritual (en la forma del «creo porque es absurdo» atribuido a Tertuliano, del «creo porque me consuela» que reclamaba Unamuno, o cualquier otra) o científico, que para el caso es lo mismo.
En un mundo hecho de polvo y viento, necesitamos saber que algo tiene sentido para no ver el vacío entre átomos sino la materia que generan. Necesitamos saber que una mesa es una mesa, una silla es una silla, que disfrutar es bueno y que sufrir es malo.
No tenemos tiempo de decidir qué significa eso de bueno y malo en la improvisación cotidiana, como tampoco nos preguntamos diariamente qué es una mesa en su estructura microscópica.
Hay teorías que explican el funcionamiento del mundo de una manera lógicamente impecable, pero que no ayudan a vivir sin caer en el relativismo. Porque sólo cuando uno reconoce su sufrimiento y lo relaciona esencialmente con ‘lo malo’ es capaz de reconocer el sufrimiento de los otros.