Es fácil darse cuenta del carácter poliédrico de la verdad en esas ocasiones en que ante una misma situación se ofrecen explicaciones de lo más dispares. Existen atalayas desde las cuales uno puede acceder a una parte de lo que realmente sucede. Eso sí, solamente puede subir a una de ellas, dejando las otras para cualquier otro observador.
Cada uno, en efecto, tendrá ante sí una visión diferente de lo mismo. Es por eso que muchos han pensado que la realidad, lo que hay en verdad, no puede conocerse. No es que no exista. Claro que lo que se observa ha de tener un soporte material que se desarrolle de manera objetiva, pero la acción siempre subjetiva de la mirada individualiza radicalmente la parte de la experiencia que choca contra nuestros sentidos.
Esto es especialmente evidente en los momentos finales de las campañas electorales. Es entonces cuando oradores y asesores manejan el lenguaje de manera ideológica sin apenas esforzarse por disimularlo.
Se empeñan en mostrar como universal lo que solamente representa a un sector determinado de la sociedad. Pretenden, claro, que miremos las cosas desde su atalaya negando la existencia de otros puntos de vista.
Estos mensajes no se dirigen a los fans de un partido. El discurso suele tomar la forma de una gran captatio benevolentiae, acabada con golpes de autoridad sobre no se sabe qué y aplausos y banderas y «¡presidente! ¡presidente!». Los abonados a una papeleta tienen claro (acaso demasiado claro) qué irá dentro del sobre desde hace mucho. No es para ellos la invitación a unirse a los mejores. Es para los indecisos.
Los indecisos pueden conceder o arrebatar una mayoría y para ganarse su favor hay que hacerlo muy bien o tener la suerte de enfrentarse a alguien que lo haya hecho francamente mal. Hay que darles lo que quieren y prometerles que sus vidas mejorarán ostensiblemente, que la riqueza de la sociedad es principalmente su riqueza.
Al fin y al cabo, las campañas electorales sirven para ganarse el favor del rebaño que pasta (o cree pastar) por libre.