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Ángel Ruiz Cediel

Superdotados

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La mayoría de los genios de la humanidad han sido autodidactas porque sus educadores, ni estaban cualificados para entender sus mentes prodigiosas, ni su formación a la altura de lo que demandaban estos hombres. Genios que, frecuentemente, lejos de ser reconocidos en su tiempo, fueron perseguidos, desprestigiados o murieron en la ignominia y la miseria. En la mayoría de los casos, ha sido necesario que estén muertos y hayan pasado muchos años para que alguien los rescatara del olvido y les reconociera su mérito. Ejemplos sobran. A pesar de que la Sociedad Científica de París aseguró al filo del siglo XX que “ya no queda nada por inventar”, la realidad fue otra, y, afortunadamente para todos nosotros, precisamente en aquellos años aparecieron en profusión tal cantidad de genios que dieron por completo la vuelta a nuestra forma de entender el mundo. Cuestión nada fácil, porque muchos de ellos, como Einstein, era considerado en la escuela “torpe para aprender” y alguno de sus maestros aseguró que “nunca llegará a nada” –¡maestros!-, e incluso le negaron el acceso al Instituto Politécnico de Zúrich... porque suspendió el examen de ingreso.

Aunque en la actualidad los datos no son fiables en absoluto, parece ser que las cifras oficiales cantan que más de un 70% de los niños superdotados fracasa en el colegio (Enseñanza Primaria); algunas fuentes, sin embargo, elevan este porcentaje de fracaso escolar por encima del 90%, y, si consideráramos además la Enseñanza Secundaria y la Universidad, nos encontraríamos con la espantosa friolera de que sólo entre un dos y un cinco por ciento de quienes tienen un CI muy superior a la media termina sus estudios universitarios. Espantoso, ¿no?...

Todo esto parecería a primera vista un lujo que una sociedad interesada en su propio desarrollo no se debiera poder permitir, pues que desprecia a lo más granado de su talento; pero no sólo lo hace sin ningún pudor, sino que a quienes encumbra, alaba y premia es a los inútiles, frikis y cualquier especie de criaturas que proporcionen modelos de espectáculo, escándalos y/o aberración. Algo, por otra parte, absolutamente lógico porque es consecuente con la base sobre la que se erige la sociedad actual: el poder y el dinero. Dos bienes que se obtienen más y mejor con una masa social conformada por simples contribuyentes obedientes y sin criterio, de ahí que la televisión o la música esté dirigida no a educar o elevar el espíritu humano, sino justamente a entontecerlo: la cultura y la Ciencia, hoy, son instrumentos políticos y de poder, no hay más que considerar a los de la ceja. La Educación, en consecuencia, y siguiendo con el mismo criterio, es nada más que otro instrumento de control y adoctrinamiento, razón por la cual se convierte en “autoridades” a unos maestros que son quienes imparten la doctrina del sistema. Hombres, en la mayoría de los casos, incapaces de detectar siquiera las cualidades innatas de sus alumnos y frecuentemente cargando tintas, castigos y suspensos sobre esos muchachos rebeldes que son capaces de cuestionar sus capacidades, conocimientos y justicia.

El orden establecido deplora a los talentos: son incómodos, antipáticos y poco obedientes como manada. Hoy no se ensalza la calidad, sino que se encomia lo aberrante, se desprecia lo culto, se prefiere lo comercial y se denuesta la virtud para establecer lo abyecto. Por ejemplo, es verdad que algunos profesores han sido intolerablemente agredidos por alumnos, pero esto es algo muchísimo más raro y excepcional que, por ejemplo, ser atracado en la calle, y no por eso los políticos legislan que los viandantes sean “autoridades”. El poder, tramposamente, usa lo excepcional como argucia para imponer la coerción legal a la totalidad de la sociedad, a la vez que blinda a un colectivo de catequistas adoctrinadores que cegarán las pocas luces que los superdotados puedan proporcionar la sociedad.

A poco que cualquiera se informe sobre la personalidad de un superdotado, comprobará que es más factible hallarlos entre los desempleados, marginados o pasotas que entre ese nutrido grupo de probos ciudadanos bien vestidos que maman a dos carrillos de la teta patria por influencias o trampas, o de los que religiosamente pagan sus impuestos y hacen reverencias a los poderes. Una cuestión aparentemente reprobable por parte de los superdotados, pero cuya rebeldía y resentimiento social han sido sembrados, cultivados y cosechados por quienes estaban en el deber (cobrando) de entenderles, ayudarlos y promocionarlos. La mayoría de estos superdotados, tal y como le sucediera al mismo Einstein con el aprendizaje del cálculo infinitesimal, no tendrán más horizonte que ser autodidactas, con la práctica seguridad de un horizonte de sinsabores y fracasos continuados, además de con la inquina adicional de ver cómo son sobrepasados por quienes tienen dificultades para hacer la O con el culo de un vaso. Ser superdotado, en definitiva, lejos de ser un don para quien lo tiene un Cociente Intelectual privilegiado, en la mayoría de los casos se revela como un obstáculo imposible: comprenden el mundo en el que viven y no pueden gozar de la felicidad del idiota, que diría Machado.

La inteligencia de un niño superdotado es semejante a un río desbordado al que hay que canalizar. Sus enormes capacidades intelectivas y creativas le hacen diversificar mucho su necesidad de saber y conocer. Tiene un cerebro extraordinariamente activo, a menudo capaz de manejar distintos asuntos simultáneamente, pero tiene poca paciencia con quienes les enseñan o educan si no saben entenderlo, además de que no aceptan los dictámenes de sus educadores porque sí: si es injusto, se rebelan, y, cuando su rebeldía no es suficiente, o se convierten en depresivos, o en conflictivos o en pasotas. Fracasan, en fin, no por ellos, sino por la impericia de los educadores.

Si de un niño decimos que tiene problemas de comprensión, adaptación, falta de concentración, tendencia a la depresión, rebeldía o mala conducta, sin duda no sólo los profesores, sino a menudo también los padres, asegurarán que están ante un niño con una inteligencia escasa, torpe e incluso malo. Sin embargo, suele ser precisamente todo lo contrario: casi con seguridad estamos ante un superdotado. Los burros, en fin, nunca se rebelan contra la estupidez o el palo y, lejos de intentar comprender su entorno o los porqués de cuanto le rodean, lo admitirán sin conflictos intelectivos. Éstos son los contribuyentes que quiere el Estado, y, para fabricarlos, éste desarrolla Planes de Educación ad hoc y convierte en “autoridades” a los maestros.

Superdotados

Ángel Ruiz Cediel
Ángel Ruiz Cediel
martes, 23 de noviembre de 2010, 08:08 h (CET)
La mayoría de los genios de la humanidad han sido autodidactas porque sus educadores, ni estaban cualificados para entender sus mentes prodigiosas, ni su formación a la altura de lo que demandaban estos hombres. Genios que, frecuentemente, lejos de ser reconocidos en su tiempo, fueron perseguidos, desprestigiados o murieron en la ignominia y la miseria. En la mayoría de los casos, ha sido necesario que estén muertos y hayan pasado muchos años para que alguien los rescatara del olvido y les reconociera su mérito. Ejemplos sobran. A pesar de que la Sociedad Científica de París aseguró al filo del siglo XX que “ya no queda nada por inventar”, la realidad fue otra, y, afortunadamente para todos nosotros, precisamente en aquellos años aparecieron en profusión tal cantidad de genios que dieron por completo la vuelta a nuestra forma de entender el mundo. Cuestión nada fácil, porque muchos de ellos, como Einstein, era considerado en la escuela “torpe para aprender” y alguno de sus maestros aseguró que “nunca llegará a nada” –¡maestros!-, e incluso le negaron el acceso al Instituto Politécnico de Zúrich... porque suspendió el examen de ingreso.

Aunque en la actualidad los datos no son fiables en absoluto, parece ser que las cifras oficiales cantan que más de un 70% de los niños superdotados fracasa en el colegio (Enseñanza Primaria); algunas fuentes, sin embargo, elevan este porcentaje de fracaso escolar por encima del 90%, y, si consideráramos además la Enseñanza Secundaria y la Universidad, nos encontraríamos con la espantosa friolera de que sólo entre un dos y un cinco por ciento de quienes tienen un CI muy superior a la media termina sus estudios universitarios. Espantoso, ¿no?...

Todo esto parecería a primera vista un lujo que una sociedad interesada en su propio desarrollo no se debiera poder permitir, pues que desprecia a lo más granado de su talento; pero no sólo lo hace sin ningún pudor, sino que a quienes encumbra, alaba y premia es a los inútiles, frikis y cualquier especie de criaturas que proporcionen modelos de espectáculo, escándalos y/o aberración. Algo, por otra parte, absolutamente lógico porque es consecuente con la base sobre la que se erige la sociedad actual: el poder y el dinero. Dos bienes que se obtienen más y mejor con una masa social conformada por simples contribuyentes obedientes y sin criterio, de ahí que la televisión o la música esté dirigida no a educar o elevar el espíritu humano, sino justamente a entontecerlo: la cultura y la Ciencia, hoy, son instrumentos políticos y de poder, no hay más que considerar a los de la ceja. La Educación, en consecuencia, y siguiendo con el mismo criterio, es nada más que otro instrumento de control y adoctrinamiento, razón por la cual se convierte en “autoridades” a unos maestros que son quienes imparten la doctrina del sistema. Hombres, en la mayoría de los casos, incapaces de detectar siquiera las cualidades innatas de sus alumnos y frecuentemente cargando tintas, castigos y suspensos sobre esos muchachos rebeldes que son capaces de cuestionar sus capacidades, conocimientos y justicia.

El orden establecido deplora a los talentos: son incómodos, antipáticos y poco obedientes como manada. Hoy no se ensalza la calidad, sino que se encomia lo aberrante, se desprecia lo culto, se prefiere lo comercial y se denuesta la virtud para establecer lo abyecto. Por ejemplo, es verdad que algunos profesores han sido intolerablemente agredidos por alumnos, pero esto es algo muchísimo más raro y excepcional que, por ejemplo, ser atracado en la calle, y no por eso los políticos legislan que los viandantes sean “autoridades”. El poder, tramposamente, usa lo excepcional como argucia para imponer la coerción legal a la totalidad de la sociedad, a la vez que blinda a un colectivo de catequistas adoctrinadores que cegarán las pocas luces que los superdotados puedan proporcionar la sociedad.

A poco que cualquiera se informe sobre la personalidad de un superdotado, comprobará que es más factible hallarlos entre los desempleados, marginados o pasotas que entre ese nutrido grupo de probos ciudadanos bien vestidos que maman a dos carrillos de la teta patria por influencias o trampas, o de los que religiosamente pagan sus impuestos y hacen reverencias a los poderes. Una cuestión aparentemente reprobable por parte de los superdotados, pero cuya rebeldía y resentimiento social han sido sembrados, cultivados y cosechados por quienes estaban en el deber (cobrando) de entenderles, ayudarlos y promocionarlos. La mayoría de estos superdotados, tal y como le sucediera al mismo Einstein con el aprendizaje del cálculo infinitesimal, no tendrán más horizonte que ser autodidactas, con la práctica seguridad de un horizonte de sinsabores y fracasos continuados, además de con la inquina adicional de ver cómo son sobrepasados por quienes tienen dificultades para hacer la O con el culo de un vaso. Ser superdotado, en definitiva, lejos de ser un don para quien lo tiene un Cociente Intelectual privilegiado, en la mayoría de los casos se revela como un obstáculo imposible: comprenden el mundo en el que viven y no pueden gozar de la felicidad del idiota, que diría Machado.

La inteligencia de un niño superdotado es semejante a un río desbordado al que hay que canalizar. Sus enormes capacidades intelectivas y creativas le hacen diversificar mucho su necesidad de saber y conocer. Tiene un cerebro extraordinariamente activo, a menudo capaz de manejar distintos asuntos simultáneamente, pero tiene poca paciencia con quienes les enseñan o educan si no saben entenderlo, además de que no aceptan los dictámenes de sus educadores porque sí: si es injusto, se rebelan, y, cuando su rebeldía no es suficiente, o se convierten en depresivos, o en conflictivos o en pasotas. Fracasan, en fin, no por ellos, sino por la impericia de los educadores.

Si de un niño decimos que tiene problemas de comprensión, adaptación, falta de concentración, tendencia a la depresión, rebeldía o mala conducta, sin duda no sólo los profesores, sino a menudo también los padres, asegurarán que están ante un niño con una inteligencia escasa, torpe e incluso malo. Sin embargo, suele ser precisamente todo lo contrario: casi con seguridad estamos ante un superdotado. Los burros, en fin, nunca se rebelan contra la estupidez o el palo y, lejos de intentar comprender su entorno o los porqués de cuanto le rodean, lo admitirán sin conflictos intelectivos. Éstos son los contribuyentes que quiere el Estado, y, para fabricarlos, éste desarrolla Planes de Educación ad hoc y convierte en “autoridades” a los maestros.

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