La deserción de la razón involucra el desenlace final de la modernidad, el último momento de confianza en el que parecía que la racionalidad era capaz de proponer y prescribir al ser humano su deber, su sentido, su finalidad o, al menos, un optimista desenlace. Sin embargo, la secuela inevitable del fracaso de la racionalidad lleva consigo la embriaguez del reino de la contingencia y la diversidad, dejando paso a una nueva era relativista, problemática y desencantada: la posmodernidad.
La posmodernidad ha supuesto la deconstrucción de los grandes sistemas que iluminaron el mundo durante el siglo XX, generando una seria decepción y una angustiosa deriva del ser humano. La metafísica de Kant, el historicismo de Hegel, el materialismo histórico de Marx, la dialéctica de Sartre, la hermenéutica de Gadamer o la acción comunicativa de Habermas han quedado reducidos a una acumulación de experiencias y conocimientos sin suficiente base racional ni destino garantizado. El anuncio nietzscheano de la muerte de Dios, en el sentido de que es una referencia inexplicable, indecible e indemostrable desde una perspectiva racional, lleva implícita una concepción trágica de la vida en la que el ser humano queda abandonado a su suerte y al inevitablemente triunfo del imperio de lo efímero. Lo que hasta entonces era universal, queda fragmentado, indeterminado, indemostrable, impredecible e inconmensurable. La razón entra en crisis, mostrándose débil y sierva de los instintos y, sobre todo, de los deseos, que son el verdadero motor de la acción humana. Los valores y los principios pierden su objetividad y se tornan relativos, quedando al arbitrio del consenso. La verdad que siempre fue pensada como absoluta, única e incuestionable remite a la duda, a la provisionalidad y a la probabilidad, hasta el punto que deja de ser una representación directa de la realidad, convirtiéndose en mera interpretación alusiva y lingüística, que acaba incluso por reemplazar a la realidad misma.
La crisis de la razón conlleva el derrumbe del sujeto trascendente que pasa a ser una ficción construida por el lenguaje, pues no es otra cosa que la consecuencia de una proposición lingüística o, lo que es lo mismo, el objeto del que algo se predica. El individuo, entendido como persona dotada de sentido y finalidad, deviene un ser fortuito, contingente, libre, arrojado al mundo sin razón alguna ni propósito que orienten su vida y, para colmo de desventura, frágil y finito.
Sobreviene asimismo la muerte de la historia, que deja de ser un proceso lineal, dotado de sentido, predecible y encaminado hacia un final predeterminado que debía culminar en una sociedad paradisíaca. En realidad, no hay ningún proyecto político ni ninguna idea metafísica que garantice la consecución de un final feliz, sino que la historia tendrá el final que los seres humanos queramos darle. Nada se puede esperar de la historia, salvo escribirla a cinceladas imprecisas y fragmentarias. Ni siquiera es posible su comprensión precisa, neutral y objetiva.
En fin, sin verdad que descubrir, ni relato histórico objetivo que contar, ni sujeto trascendente que salvar, la posmodernidad nos sitúa en un panorama intelectualmente muy complicado, que se caracteriza por el relativismo, el pluralismo, la multiculturalidad y la carencia de razón suficiente o de criterios objetivos indiscutibles en los que sustentar una propuesta ética o política. La fuerza del mejor argumento, que proclamara Habermas, se ve asaltado por la dificultad de establecer un fundamento inequívoco, por lo que es difícil elaborar alternativas positivas con las que responder a las grandes cuestiones que la humanidad plantea. Sin embargo, aunque el momento actual sea intelectualmente complejo, el ser humano no puede permanecer expectante a que lleguen tiempos mejores. El conformismo o la resignación son sencillamente inmorales, por lo que seguimos obligados a responder ética y políticamente -aunque sólo sea en la medida en que la verdad relativa nos lo permita- a las necesidades de la sociedad. Por ello, el pensamiento actual -pese al nihilismo, connotado en el sentido nietzscheano del término- no debe dar la espalda a la realidad ni escatimar esfuerzos para reflexionar sobre el mundo posible que quiere desarrollar, pues sigue siendo urgente lograr una sociedad que viva en paz, pero en una paz democrática, justa, laica, ecológica, paritaria, solidaria, plural y multicultural. Y para ello debe optar entre las quimeras sin sentido o el reformismo útil e inteligente. Tertium non datur.
Sin duda de lo hasta aquí expuesto se desprende un cierto escepticismo, pero es una incredulidad que no renuncia a la esperanza de un mundo mejor. ¿Cabe escepticismo donde el afán no rehúsa un grito de esperanza? La esperanza está estrechamente relacionada con un futuro dotado de sentido y de satisfacción, y con la posibilidad, por improbable que sea, de su cumplimiento.
El escepticismo esperanzado surge con la mirada lúcida del que comprende, no sin inquietud, el fondo de la sinrazón, y en esta comprensión y aceptación del absurdo reafirma su recelo y agita su espíritu. La verdad y el ímpetu logrado liberan así del sufrimiento derivado de la mentira o del idealismo ingenuo, porque enseñan a renunciar a lo imposible y a encontrar en ello, al menos, el débil consuelo interior para afrontar la vida como en realidad es y no como idealmente nos gustaría que fuese. La voluntad de vivir, la gozosa aceptación del libre devenir forjado por los seres humanos es el único remedio, aunque insuficiente, contra el fraude de las verdades absolutas, del determinismo histórico o de la superchería y la ignorancia. En ello, precisamente, se vislumbra ya un atisbo de esperanza, pero confianza basada en una discreta devoción por esa cualidad del ser humano: la trascendencia, que le impele a rebasar sus propios límites y reunirse con sus semejantes, aunque sólo sea por necesidad o supervivencia.
La oleada posmoderna es mucho más que una moda pasajera. Hunde sus raíces en lo más profundo del pensamiento actual, hasta el punto de que no parece probable que puedan surgir nuevos sistemas totalizadores y universales. Quizá Heidegger tenga razón en afirmar que el tiempo de los grandes sistemas ha pasado. Camino de cumplirse la primera década del siglo XXI, se ha puesto de manifiesto la turbadora inhabilidad de la razón para comprender el mundo y para imponer un sentido a la vida, la imposibilidad para prescribir valores y códigos morales con validez universal y la impotencia para transformar la sociedad y fundamentar racionalmente un orden justo. El sueño moderno fue, sin duda, desarrollar un saber científico y una eficaz tecnología que permitiesen al ser humano superar la ignorancia, defenderse de las calamidades naturales, generar riqueza suficiente para erradicar la injusticia, superar racionalmente su propia perversidad y, en definitiva, dominar la naturaleza. Este dominio devendría emancipación de la humanidad como consecuencia necesaria. Sin embargo, no ha sido así. El conocimiento y la técnica estaban llamados a ser los instrumentos básicos del proyecto ilustrado, pero perversamente, siendo éstos meramente instrumentales y neutrales, acabaron por sustantivarse y devenir fundamentales, convirtiéndose en los elementos claves del poder. Hasta el punto que el afán del ser humano de dominar la naturaleza, que comenzó siendo mero control sobre las cosas, ha llegado a ser la más eficaz herramienta de dominio de unos seres humanos sobre otros. En fin, el fracaso de la razón ilustrada ha determinado la irrupción del movimiento posmoderno que, de forma agitada y frenética, se ha entregado a deconstruir los fundamentos y a desmitificar las legitimaciones de toda propuesta ético-política. Vivimos, en efecto, tiempos difíciles, pues no somos capaces de entender el presente ni de predecir el futuro para dominarlo, pero tampoco, y eso es más inquietante, somos capaces de comprender la historia, que se reduce a un mero relato literario.
La autodeterminación del individuo conforme a la razón, parecía ser la vía de superación de su ignorancia, de su sufrimiento e infelicidad, y la condición que iba a hacer posible la reconciliación con sus semejantes, formando una sociedad solidaria en el marco de una comunidad política democrática, justa y libre. De hecho, desde Jesucristo a la Ilustración, podría caracterizarse la historia como el proceso de la progresiva constitución y afirmación del sujeto racional. Logrado esto, tan sólo faltaba que el ciudadano racional optase políticamente por construir una colectividad solidaria que, según la Ilustración, devendría sociedad libre y satisfecha. Pero esa esperanza se ha transformado en desesperanza y decepción. La historia no ha seguido el camino esperado y deseado, no se han cumplido las profecías hegelianas, marxistas o liberales, y ha tomado derroteros ajenos e incluso contrarios al recorrido ideal, pues su curso va camino de un proceso de alineación creciente, en el que se pone de manifiesto una sociedad irreconciliablemente egoísta, que se mantiene unida por la coacción exterior del Estado, visto como fuerza necesaria, pero no amiga. Hasta ahora ha sido así, y no hay ninguna garantía de que vaya a ser diferente a partir de este momento.
En fin, la historia ha tenido su particular ajuste de cuentas con la dialéctica hegeliana, tanto por su audacia de identificar idealismo y racionalidad, cuanto por su impostura al prometer una reconciliación final, redentora del mal y hacedora del bien. También la historia ha pasado factura al marxismo, pues propuso un determinismo sustancial que quedaba expresado en la convicción de que la historia estaba movida en lo esencial por las fuerzas de producción. La afirmación de que las fuerzas productivas y económicas constituyen el factor primario de configuración histórica significa la negación –o por lo menos la subestimación– de la voluntad individual o colectiva como factor de acción y transformación social. Detrás del edificio marxista se vislumbra, por tanto, el viejo idealismo hegeliano, pues la concepción escolástica de Marx supone admitir que la historia avanza bajo la influencia de misteriosas fuerzas que en ningún caso han quedado empíricamente probadas, ni el devenir histórico, desde luego, ha corroborado, sino más bien todo lo contrario.
Tras las demoledoras críticas a la modernidad, se ha desencadenado una grave crisis de la racionalidad en los ámbitos ético, político y económico que parece difícil de superar. La pluralidad, la fragmentación cultural, la diversidad moral y religiosa, el perspectivismo filosófico, el colapso racionalista, la indeterminación, el escepticismo y el nihilismo se imponen como una realidad pujante. Sin embargo, a partir de esta realidad caben dos posturas: celebrar la diferencia, la relatividad, el disenso y la pluralidad o, asumiendo la posmodernidad como algo inevitable, tratar de llegar mediante el dialogo a consensos éticos y políticos que permitan la consecución de un mundo mejor y más justo, aunque seamos conscientes de que no existe garantía alguna de que se pueda lograr.
En fin, las reflexiones que se derivan de la posmodernidad rezuman olores de derrota y de la inexorabilidad sin retorno del fracaso de la razón. Tras la anunciada muerte de Dios, parece haberse producido el efecto dominó, pues han acontecido una serie de defunciones epistemológicas en cadena. Es como si todas esas cosas hubieran estado sostenidas necesariamente por la idea de Dios. El conocimiento, al parecer, no era más que un castillo de naipes que se sustentaba en una sola carta, Dios, que al fallar, ha provocado el derrumbe de toda la baraja. Sabíamos qué hacer con Dios, pero no sabemos qué hacer sin ÉL. El sueño quizá se haya acabado, pero Dios, paradójicamente, va a seguir siendo soñado.
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