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Una vida dedicada a la divulgación de la música

José Luis Pérez de Arteaga, la voz de Radio Clásica

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Me resulta extraña la idea de no volver a encontrarme a José Luis Pérez de Arteaga por alguna de las amplias antesalas del Auditorio Nacional o tomando un refresco en el Club de Tenis, frente al Palacio de la Magdalena, durante una de sus numerosas visitas a Santander para hacer la crónica o la retrasmisión de éste o aquél concierto del Festival Internacional. Nos ha dejado hace apenas dos semanas, a los 67 años, y me asalta una nostalgia difícil de definir, ya que José Luis, desde los micrófonos de Radio Nacional, acercó la música clásica a mucha gente que, de otro modo, podría haberse dejado influir por “portentos de las ondas”, como el llamado “ciudadano García” que permitió ayer mismo que en su programa de la tarde se denostase a Brahms llamándolo “tostón”, mientras sonaba un fragmento del segundo movimiento de su Segunda Sinfonía. Lamentable, como casi todo lo que se cuece en las perolas de la infracultura que padecemos.

No lo traté mucho y ahora lo siento más que nunca, porque era una de esas personas que te dejan una sensación ligera, optimista, después de haber hablado con ellas. Y si bien es cierto que nos vimos poco, también es verdad que nos conocimos hace mucho tiempo; tanto, que corría el año 1984. Julio. Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Aquella mañana recorríamos la Alhambra un pequeño grupo de personas vinculadas de una u otra manera a las veladas musicales que tendrían lugar esa noche y en la noche del día siguiente. Enrique Pérez de Guzmán interpretaba Noches en los Jardines de España, con la Orquesta Nacional y el maestro Jesús López Cobos ( a quien tras casi tres décadas no le guardo rencor por haberme mordisqueado una de mis pipas favoritas, que le fue “pasada”, como si de un porro se tratase, por nuestra común amiga Natalia Sartorius cuando nos hallábamos reunidos, tras el concierto, en una de esas magníficas terrazas que hay no muy lejos de la catedral granadina) Pérez de Arteaga no fumó de aquella improvisada pipa de la paz, porque se había retirado a su habitación del Alhambra Palace nada más concluido el concierto. Así era de concienzudo a la hora de enviar sus críticas y hacer sus crónicas. Sin embargo, ello no le impedía disfrutar de las mañanas y es por eso que juntos recorrimos las mágicas estancias del palacio andalusí; él con una cámara de fotos que no dejaba de hacer “clic”, vestido con una americana ligera… ¡y corbata! Creo que fue aquel mismo día o tal vez al siguiente cuando almorzamos en el restaurante Cunini con un grupo de singulares personajes: Isabel García Lorca y su sobrina Laura, el pianista Enrique Pérez de Guzmán y Zubin Metha (hermano del director de orquesta y del mismo nombre) a quien tuve de compañero de mesa y con quien hable un buen rato. José Luis, Natalia, Angelines y Ana María Gutiérrez Aznar fueron el resto de los comensales. López Cobos no asistió ya que, como los toreros, se hallaba “en capilla” y debía dormir la siesta antes del concierto. A su hijo, Lorenzo Ramos, entonces un chiquillo de unos diecisiete años, lo acercaría yo al día siguiente a la estación para que tomara el tren a Madrid. Con el tiempo llegaría a convertirse, como su padre, en un afamado director, aunque prefirió usar otro nombre para desarrollar su carrera artística. Hizo bien.

He querido contar esta pequeña anécdota perdida en el tiempo sobre cómo y dónde conocí a José Luis Pérez de Arteaga para, a continuación referirme a su figura de gran erudito de la música; a la manera del inolvidable monseñor Federico Sopeña, que fue, como él, un experto en la figura de Gustav Mahler.

Pérez de Arteaga ha llenado muchas horas de radio. Sus programas (a la cabeza, El Mundo de la Fonografía) eran tan largos como amenos. Sabía contar las cosas de una manera que captaba la atención del oyente sin que se perdiera un ápice de rigor; no inclinaba la balanza hacia lo superficial y anecdótico y, sin embargo, era lo contrario de un “tostón” (Ay, ciudadano García, ojala tuvieras tú una décima parte de su profesionalidad) Podía comentarnos los avances en la armonía de los últimos cuartetos de Beethoven y a continuación contarnos los múltiples quebraderos de cabeza que al músico de Bonn le provocaba su díscolo sobrino. Su peculiar manera de explicar los programas, la biografía de directores e intérpretes, en los distintos festivales veraniegos (Santander, Granada, Bayreuth y a la cabeza los Proms londinenses) será echada en falta porque José Luis tenía ese don que nunca pasa inadvertido.

Fue también un distinguido conferenciante que, sin necesidad de powerpoint y otros modernos artilugios, muletas de tantos aspirantes a orador, supo mantener en vilo la atención de un auditorio durante más de una hora hablando, por ejemplo, de la ópera Peter Grimes, de Benjamin Britten (Otro recuerdo concreto que de él tengo)

La última vez que coincidimos fue en la estación del metro de Ópera, en Madrid.

Ambos acabábamos de salir de una representación del Boris Godunov.

Hablamos de la maravillosa y trágica música de Mussorsky hasta que llegó su parada.

Nada me hizo entonces prever que su trayecto fuera tan corto.

José Luis Pérez de Arteaga, la voz de Radio Clásica

Una vida dedicada a la divulgación de la música
Luis del Palacio
jueves, 23 de febrero de 2017, 00:46 h (CET)
Me resulta extraña la idea de no volver a encontrarme a José Luis Pérez de Arteaga por alguna de las amplias antesalas del Auditorio Nacional o tomando un refresco en el Club de Tenis, frente al Palacio de la Magdalena, durante una de sus numerosas visitas a Santander para hacer la crónica o la retrasmisión de éste o aquél concierto del Festival Internacional. Nos ha dejado hace apenas dos semanas, a los 67 años, y me asalta una nostalgia difícil de definir, ya que José Luis, desde los micrófonos de Radio Nacional, acercó la música clásica a mucha gente que, de otro modo, podría haberse dejado influir por “portentos de las ondas”, como el llamado “ciudadano García” que permitió ayer mismo que en su programa de la tarde se denostase a Brahms llamándolo “tostón”, mientras sonaba un fragmento del segundo movimiento de su Segunda Sinfonía. Lamentable, como casi todo lo que se cuece en las perolas de la infracultura que padecemos.

No lo traté mucho y ahora lo siento más que nunca, porque era una de esas personas que te dejan una sensación ligera, optimista, después de haber hablado con ellas. Y si bien es cierto que nos vimos poco, también es verdad que nos conocimos hace mucho tiempo; tanto, que corría el año 1984. Julio. Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Aquella mañana recorríamos la Alhambra un pequeño grupo de personas vinculadas de una u otra manera a las veladas musicales que tendrían lugar esa noche y en la noche del día siguiente. Enrique Pérez de Guzmán interpretaba Noches en los Jardines de España, con la Orquesta Nacional y el maestro Jesús López Cobos ( a quien tras casi tres décadas no le guardo rencor por haberme mordisqueado una de mis pipas favoritas, que le fue “pasada”, como si de un porro se tratase, por nuestra común amiga Natalia Sartorius cuando nos hallábamos reunidos, tras el concierto, en una de esas magníficas terrazas que hay no muy lejos de la catedral granadina) Pérez de Arteaga no fumó de aquella improvisada pipa de la paz, porque se había retirado a su habitación del Alhambra Palace nada más concluido el concierto. Así era de concienzudo a la hora de enviar sus críticas y hacer sus crónicas. Sin embargo, ello no le impedía disfrutar de las mañanas y es por eso que juntos recorrimos las mágicas estancias del palacio andalusí; él con una cámara de fotos que no dejaba de hacer “clic”, vestido con una americana ligera… ¡y corbata! Creo que fue aquel mismo día o tal vez al siguiente cuando almorzamos en el restaurante Cunini con un grupo de singulares personajes: Isabel García Lorca y su sobrina Laura, el pianista Enrique Pérez de Guzmán y Zubin Metha (hermano del director de orquesta y del mismo nombre) a quien tuve de compañero de mesa y con quien hable un buen rato. José Luis, Natalia, Angelines y Ana María Gutiérrez Aznar fueron el resto de los comensales. López Cobos no asistió ya que, como los toreros, se hallaba “en capilla” y debía dormir la siesta antes del concierto. A su hijo, Lorenzo Ramos, entonces un chiquillo de unos diecisiete años, lo acercaría yo al día siguiente a la estación para que tomara el tren a Madrid. Con el tiempo llegaría a convertirse, como su padre, en un afamado director, aunque prefirió usar otro nombre para desarrollar su carrera artística. Hizo bien.

He querido contar esta pequeña anécdota perdida en el tiempo sobre cómo y dónde conocí a José Luis Pérez de Arteaga para, a continuación referirme a su figura de gran erudito de la música; a la manera del inolvidable monseñor Federico Sopeña, que fue, como él, un experto en la figura de Gustav Mahler.

Pérez de Arteaga ha llenado muchas horas de radio. Sus programas (a la cabeza, El Mundo de la Fonografía) eran tan largos como amenos. Sabía contar las cosas de una manera que captaba la atención del oyente sin que se perdiera un ápice de rigor; no inclinaba la balanza hacia lo superficial y anecdótico y, sin embargo, era lo contrario de un “tostón” (Ay, ciudadano García, ojala tuvieras tú una décima parte de su profesionalidad) Podía comentarnos los avances en la armonía de los últimos cuartetos de Beethoven y a continuación contarnos los múltiples quebraderos de cabeza que al músico de Bonn le provocaba su díscolo sobrino. Su peculiar manera de explicar los programas, la biografía de directores e intérpretes, en los distintos festivales veraniegos (Santander, Granada, Bayreuth y a la cabeza los Proms londinenses) será echada en falta porque José Luis tenía ese don que nunca pasa inadvertido.

Fue también un distinguido conferenciante que, sin necesidad de powerpoint y otros modernos artilugios, muletas de tantos aspirantes a orador, supo mantener en vilo la atención de un auditorio durante más de una hora hablando, por ejemplo, de la ópera Peter Grimes, de Benjamin Britten (Otro recuerdo concreto que de él tengo)

La última vez que coincidimos fue en la estación del metro de Ópera, en Madrid.

Ambos acabábamos de salir de una representación del Boris Godunov.

Hablamos de la maravillosa y trágica música de Mussorsky hasta que llegó su parada.

Nada me hizo entonces prever que su trayecto fuera tan corto.

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