BOSTON -- De todos los enfrentamientos políticos a cuenta de la inmigración, el que tiene menos sentido se refiere a los menores que entraron en el país de forma ilegal con sus padres y después se graduaron en institutos estadounidenses.
Basándose en sus declaraciones a los medios, los insensibles Scrooges que quieren expulsar a estos jóvenes inocentes del país -- incluso si la mayoría son cultural y patrióticamente estadounidenses -- son sobre todo Republicanos.
Pero el secreto que nadie quiere que se sepa es que los Demócratas son igual de responsables a la hora de truncar estas jóvenes vidas -- y negar a la nación su talento después de haber pagado ya su escolarización.
Los Demócratas lo han hecho en el Congreso secuestrando la denominada Ley del Sueño que extiende a estos jóvenes un camino a la ciudadanía ingresando en el ejército o asistiendo a la Universidad. Durante la última década, este anteproyecto ha sido considerado como la legislación quintaesencia de los valores estadounidenses que ayudaría a vender la reforma de la inmigración, y por tanto formaría parte de ese paquete de medidas.
Esa lógica tuvo en tiempos sentido táctico, pero ya no. El debate de la inmigración se ha vuelto tan tóxico que, desatado por Arizona, ahora amenaza con degenerar en una espiral de paranoia nacional con los inmigrantes, los hispanos en particular. Los episodios esporádicos de tal histeria jalonan nuestra historia. Los japoneses residentes en América durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes antes de la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial, los italianos y los eslavos en la década de los años 20, y los irlandeses y los chinos con anterioridad, todos fueron víctimas.
La Ley del Sueño es necesaria con urgencia para romper esta peligrosa dinámica recordando a los estadounidenses la faceta positiva de la inmigración. Los términos del debate de la inmigración han de cambiarse de lo que hoy es un asunto de orden público -- y de temores sin fundamento, sobre todo de delincuencia y terrorismo -- por una evaluación honesta de los costes y los beneficios, y de la responsabilidad moral de inmigrantes y empresarios.
Sólo el Presidente Obama puede hacer esto, uniendo fuerzas con los líderes Demócratas del Congreso y algunos Republicanos receptivos. La mayor parte de nuestros líderes se han acobardado en su lugar a consecuencia de la indignada y a menudo virulenta respuesta anti inmigrantes. Obama en persona dice las cosas adecuadas pero es reticente a actuar.
Siendo justos, otras prioridades como el vertido petrolero del Golfo -- y no hablemos de las elecciones legislativas -- también son importantes. Pero mientras estas excusas aplazan tener que abordar una reforma integral difícil, la aprobación de la Ley del Sueño más fácilmente factible debería ser buscada.
Nadie sabe con exactitud cuántos jóvenes inmigrantes sin papeles se gradúan cada año en el instituto. La estimación más reciente era de 65.000, realizada por el Urban Institute en el año 2003. Probablemente ahora haya más.
La presente versión de la Ley fue presentada el año pasado en el Senado por el legislador Demócrata de Illinois Richard Durbin y el Republicano de Indiana Richard Lugar. Un proyecto de ley relacionado fue presentado en la Cámara por los Demócratas Howard Berman y Lucille Roybal-Allard de California y el Republicano de Florida Lincoln Diaz-Balart.
La oposición procede en parte de la derecha dura y la cábala costumbrista de presentadores de debates que llaman a los proyectos "amnistía light". Añaden, como escribía hace tres semanas el Representante Republicano de Texas Lamar Smith, que la Ley "hará que inmigrantes ilegales ocupen más plazas limitadas facilitadas a estudiantes de universidades públicas, desplazando a los estudiantes estadounidenses que tienen derecho a ocuparlas".
Los detractores de la extrema izquierda, mientras tanto, vierten la acusación de que teniendo en cuenta las bajas cifras de latinos en la educación superior, la oferta de la ciudadanía a través del servicio militar se convertirá en la opción popular por defecto que les condenará a luchar en Irak.
Casi 115.000 inmigrantes están hoy en el ejército, y el Pentágono afirma que estaría muy dispuesto a recibir más. Siendo inmigrante y veterano de la Guerra de Vietnam, estoy de acuerdo con pagar las deudas o demostrar la lealtad de uno. Los inmigrantes no tienen que quedarse.
Pero acudir a la Universidad y utilizar las habilidades aprendidas es también una contribución, y somos increíblemente imprudentes al expulsar a jóvenes en los que ya hemos invertido tanto.
Argumentos tales como el de Smith están fuera de lugar. Los estados subsidian las matrículas porque los licenciados universitarios estimulan el crecimiento económico. Pueden tener parte de razón al decir que esos costes superan a los beneficios, pero la cifra relativamente baja de estudiantes implicados y el hecho de que ya estén integrados en los sistemas de educación de cada estado sugiere que no hemos llegado en absoluto a ese extremo. Lo que los detractores están haciendo es reducir las reservas de talento de sus estados, una receta para el declive.
Los propios jóvenes son los que mejor se defienden. Como declaraba al Boston Globe un joven de 22 años deseoso de alistarse delante de la oficina del Senador Republicano Scott Brown, "No queremos caridad, sólo la oportunidad de ponernos a prueba".