Dentro del lenguaje en general hay una zona delimitada por la especificidad de las palabras y por los miembros capaces de usarlas. Es lo que Bernstein llamó “código restricto” (por oposición al “código elaborado”). Restricto por restringido a un grupo que hace de ese uso del lenguaje una manera de comunicarse expresando situaciones específicas con palabras ajenas al conjunto de la sociedad.
Pero el alcance de la restricción es mucho mayor. Es restricto el significado, pero también el conjunto de personas autorizadas a usarlo en el contexto adecuado que, dicho sea de paso, es también restringido.
El código restricto es excluyente por definición. Además, no implica una delimitación exhaustiva de la casuística de uso. Antes bien, su campo de actuación suele ser ambiguo. Esto se debe a que los conceptos en que se basa se adaptan a realidades polimórficas, que pretenden tanto ser canal de información cuanto refuerzo de la estructura cerrada a la que pertenece.
Precisamente por la indefinición y por el prestigio de la restricción, es el código susceptible de rebasar la frontera de la mera contención grupal y colonizar el habla del público en general, independientemente de la estructura socio-territorial en la que desarrolle su existencia.
Nosotros hemos democratizado la terminología psicológica sin saber, claro está, demasiado bien a qué se refería originalmente el término. El diagnóstico popular es avanzadísimo en este sentido, y puede mostrarse en la expansión, por ejemplo, del “déficit de atención” y de la “hiperactividad” en nuestras conversaciones ordinarias.
Raro es hoy el menor al que no le acosa la sombra alargada de la hiperactividad, sin someter su entorno (sí, los niños viven en, con y para) al más mínimo análisis. También la falta de atención del entorno hacia la vida de un niño suele achacarse a un mal niño en cuestión.
Está claro que la ordenación, la clasificación de la continuidad de la experiencia en la discreción del lenguaje puede proporcionarnos cierta tranquilidad, y que ante la demanda de tranquilidad uno se acerca a las categorías de prestigio.
También es cierto que la tranquilidad conceptual suele derivar en estancamiento existencial: poner la etiqueta es más sencillo que deshacerse de ella.