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Javier Úbeda Ibáñez

El científico, ¿ángel o diablo?

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Es un hecho, bien patente en nuestra sociedad contemporánea, que el investigador científico constituye uno de los tipos humanos de mayor prestigio. No sólo porque la investigación científica y su aplicación tecnológica han cambiado nuestra manera de vivir y la han hecho más cómoda y segura, sino también porque al científico se le concede cada vez mayor audiencia en el planteamiento y resolución de los problemas sociales. Para las masas humanas que viven en países avanzados, el científico es, a la vez, un mago y un profeta; un mago que en el quirófano, en los laboratorios de las Universidades o de las grandes firmas farmacéuticas o de electrónica, practica una maravillosa magia blanca; un profeta que predica desde la pantalla del televisor, desde los periódicos o las revistas de divulgación un futuro de promesas ilimitadas.

Pero es también innegable otro hecho: la creciente preocupación por los efectos, poco deseables o positivamente destructores, de ciertas investigaciones científicas. El hombre de la calle sabe que la carrera de las armas nucleares, químicas y biológicas se disputa en el secreto de los laboratorios de investigación. Sabe también que los avances de algunos distritos de la ciencia (manipulación psicológica, experimentación clínica, etc.) constituyen una siniestra amenaza a la libertad de los ciudadanos. Hasta no hace mucho, la gente estaba convencida de que el sabio y bondadoso hombre de ciencia, distraído para todo lo que no fuera su propia investigación, era un ser esencialmente benéfico, al que se podía dejar solo sin imponerle ningún control. Hoy ya no se admite esta risueña imagen, casi angelical, del investigador.

El árbol de la ciencia da abundancia de frutos sabrosos. Pero también da algunos amargos y venenosos. La ciencia no puede trabajar de espaldas a los valores éticos. Hay ya suficientes pruebas de que el optimismo cientifista, dejado libremente a su propia dinámica, puede alcanzar resultados maléficos. Algunos abusos cometidos en la realización de ciertas investigaciones han venido a recordarnos dramáticamente que la indagación científica –al igual que cualquier otro aspecto de la actividad humana– debe supeditarse a los principios morales comunes.

El científico, ¿ángel o diablo?

Javier Úbeda Ibáñez
Javier Úbeda
viernes, 30 de abril de 2010, 05:30 h (CET)
Es un hecho, bien patente en nuestra sociedad contemporánea, que el investigador científico constituye uno de los tipos humanos de mayor prestigio. No sólo porque la investigación científica y su aplicación tecnológica han cambiado nuestra manera de vivir y la han hecho más cómoda y segura, sino también porque al científico se le concede cada vez mayor audiencia en el planteamiento y resolución de los problemas sociales. Para las masas humanas que viven en países avanzados, el científico es, a la vez, un mago y un profeta; un mago que en el quirófano, en los laboratorios de las Universidades o de las grandes firmas farmacéuticas o de electrónica, practica una maravillosa magia blanca; un profeta que predica desde la pantalla del televisor, desde los periódicos o las revistas de divulgación un futuro de promesas ilimitadas.

Pero es también innegable otro hecho: la creciente preocupación por los efectos, poco deseables o positivamente destructores, de ciertas investigaciones científicas. El hombre de la calle sabe que la carrera de las armas nucleares, químicas y biológicas se disputa en el secreto de los laboratorios de investigación. Sabe también que los avances de algunos distritos de la ciencia (manipulación psicológica, experimentación clínica, etc.) constituyen una siniestra amenaza a la libertad de los ciudadanos. Hasta no hace mucho, la gente estaba convencida de que el sabio y bondadoso hombre de ciencia, distraído para todo lo que no fuera su propia investigación, era un ser esencialmente benéfico, al que se podía dejar solo sin imponerle ningún control. Hoy ya no se admite esta risueña imagen, casi angelical, del investigador.

El árbol de la ciencia da abundancia de frutos sabrosos. Pero también da algunos amargos y venenosos. La ciencia no puede trabajar de espaldas a los valores éticos. Hay ya suficientes pruebas de que el optimismo cientifista, dejado libremente a su propia dinámica, puede alcanzar resultados maléficos. Algunos abusos cometidos en la realización de ciertas investigaciones han venido a recordarnos dramáticamente que la indagación científica –al igual que cualquier otro aspecto de la actividad humana– debe supeditarse a los principios morales comunes.

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