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Javier Úbeda Ibáñez

Gratuidad escolar discriminatoria

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El monopolio estatal, incluso cuando por razones tácticas no se postula abiertamente, puede querer imponerse en la práctica por otros caminos. El camino más trillado será, sin duda, el de la gratuidad escolar discriminatoria. En efecto, si se implanta la gratuidad exclusivamente en las escuelas estatales, sostenidas totalmente con cargo al presupuesto nacional, mientras que el Estado rehúsa prestar una ayuda eficaz a las escuelas de fundación no estatal, entonces la libertad educativa, aun admitida por la letra de la ley, de hecho se desvanece y está llamada a desaparecer tarde o temprano; y la razón es obvia: las escuelas libres y autónomas, abandonadas a sus solos recursos, se convertirán pronto en económicamente prohibitivas para la inmensa mayoría de los padres.

La defensa del derecho de los padres a la educación de los hijos, la libertad para que puedan escoger las escuelas que en conciencia prefieran, es uno de los imperativos que el ciudadano ha de lograr que sean respetados en el presente y en el futuro de un país. La educación –conviene decirlo- no es un servicio público, si por tal se entiende un monopolio excluyente del Estado, como si los niños y jóvenes fueran bienes de dominio público. Ha de quedar bien claro –hay que repetirlo hasta la saciedad- que los hijos son de los padres, que los hijos no son del Estado. Donde son del Estado, no existe libertad ni democracia, sino tiránico y refinado totalitarismo. La educación es un servicio, sí, pero un servicio social, una gran empresa colectiva que la sociedad entera –padres de familia, instituciones, grupos de ciudadanos, etc.- tienen el derecho y a veces el deber cívico de promover. Y el Estado ha de reconocer que, cuando esos centros ofrecen las garantías que el bien común demanda, la función social que cumplen será, cuando menos, tan valiosa y respetable como la de las escuelas estatales.

Hace falta proclamar –insistamos aún- que la libertad educativa no es compatible con una gratuidad escolar discriminatoria, es decir, exclusiva de los centros del Estado, sostenidos con fondos públicos. La gratuidad no puede ser nunca la prima de expropiación forzosa de los hijos, el precio por el que muchos padres se vean obligados a enajenar su derecho a elegir la escuela donde educarles. La justicia distributiva exige que no sea así. La gratuidad podrá establecerse o no, y hasta un nivel u otro, según lo permitan en cada momento las posibilidades de un país. Pero, para cualquier supuesto, los medios económicos que el Estado dedica a la educación deben ser distribuidos con justicia entre todos los centros de enseñanza, sean éstos creados por la iniciativa del Estado o por iniciativas no estatales, con tal que unos y otros estén al servicio de la sociedad, en igualdad de condiciones académicas y sin discriminación alguna para los alumnos.

Gratuidad escolar discriminatoria

Javier Úbeda Ibáñez
Javier Úbeda
jueves, 22 de abril de 2010, 05:06 h (CET)
El monopolio estatal, incluso cuando por razones tácticas no se postula abiertamente, puede querer imponerse en la práctica por otros caminos. El camino más trillado será, sin duda, el de la gratuidad escolar discriminatoria. En efecto, si se implanta la gratuidad exclusivamente en las escuelas estatales, sostenidas totalmente con cargo al presupuesto nacional, mientras que el Estado rehúsa prestar una ayuda eficaz a las escuelas de fundación no estatal, entonces la libertad educativa, aun admitida por la letra de la ley, de hecho se desvanece y está llamada a desaparecer tarde o temprano; y la razón es obvia: las escuelas libres y autónomas, abandonadas a sus solos recursos, se convertirán pronto en económicamente prohibitivas para la inmensa mayoría de los padres.

La defensa del derecho de los padres a la educación de los hijos, la libertad para que puedan escoger las escuelas que en conciencia prefieran, es uno de los imperativos que el ciudadano ha de lograr que sean respetados en el presente y en el futuro de un país. La educación –conviene decirlo- no es un servicio público, si por tal se entiende un monopolio excluyente del Estado, como si los niños y jóvenes fueran bienes de dominio público. Ha de quedar bien claro –hay que repetirlo hasta la saciedad- que los hijos son de los padres, que los hijos no son del Estado. Donde son del Estado, no existe libertad ni democracia, sino tiránico y refinado totalitarismo. La educación es un servicio, sí, pero un servicio social, una gran empresa colectiva que la sociedad entera –padres de familia, instituciones, grupos de ciudadanos, etc.- tienen el derecho y a veces el deber cívico de promover. Y el Estado ha de reconocer que, cuando esos centros ofrecen las garantías que el bien común demanda, la función social que cumplen será, cuando menos, tan valiosa y respetable como la de las escuelas estatales.

Hace falta proclamar –insistamos aún- que la libertad educativa no es compatible con una gratuidad escolar discriminatoria, es decir, exclusiva de los centros del Estado, sostenidos con fondos públicos. La gratuidad no puede ser nunca la prima de expropiación forzosa de los hijos, el precio por el que muchos padres se vean obligados a enajenar su derecho a elegir la escuela donde educarles. La justicia distributiva exige que no sea así. La gratuidad podrá establecerse o no, y hasta un nivel u otro, según lo permitan en cada momento las posibilidades de un país. Pero, para cualquier supuesto, los medios económicos que el Estado dedica a la educación deben ser distribuidos con justicia entre todos los centros de enseñanza, sean éstos creados por la iniciativa del Estado o por iniciativas no estatales, con tal que unos y otros estén al servicio de la sociedad, en igualdad de condiciones académicas y sin discriminación alguna para los alumnos.

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