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Sofística: la perversión del elogio al saber

Protágoras triunfa en la política española del siglo XXI
Mario López
sábado, 3 de diciembre de 2016, 12:28 h (CET)
La sofística empezó bien, pero acabo mal; como casi todo lo bueno que se pone en manos del común. Eurípides habla de “la sabiduría práctica del buen gobierno”. El caso es que los autoproclamados sofistas se debieron de extraviar un poco, pues el bueno de Píndaro acabó despreciándolos, llamándolos “charlatanes”. En un principio, sofista era aquel que se dedicaba a la enseñanza de la sabiduría, creo yo, en términos socráticos; es decir, para el buen gobierno de la ciudad uno ha de ser virtuoso, ha de perseverar en el cuidado de uno mismo, entendiendo –como pensaba Sócrates- que uno era su alma, el cuerpo algo que pertenecía al alma (pues era aquella la que gobernaba a este y no al revés) y los zapatos, camisetas y abalorios varios y diversos, propiedades del cuerpo. De tal manera que uno era, básicamente, su alma. Por lo tanto, era a ella a la que debía dedicar especial atención aquel que pretendía gobernar a sus semejantes.

Luego llegó la quinta de Protágoras y la cosa cobró un cariz muy distinto. Protágoras fue el primer sofista profesional de la Historia; mucho antes que Antonio Garrigues Walker, Luis Romero, Le Morne Brabant, o tantos otros picapleitos de fortuna. El sofista, al estilo Protágoras, era aquel capaz de engordar todo argumento débil y dotar a sus clientes del don de la impunidad; obviamente, cobrando un pastón y despreciando la máxima virtuosa que predicaba Sócrates y que, al fin y al cabo, le llevó a la cicuta. Sorprendentemente, Protágoras (por encargo de Pericles) fue el primer redactor de una constitución en la que se recoge la enseñanza universal y gratuita.

De la manera en que Heráclito, Hegel y Feuerbach componen el forjado histórico sobre el que se ha construido el materialismo histórico (pensamiento epistemológico que nos permite, con cierta solvencia, explicar las transformaciones sociales a través de la historia), la sofística podría iluminarnos en la compleja construcción del individuo quien, cuidándose de sí mismo –desde el punto de vista socrático-, acaba siendo capaz de gobernar, de hacerse cargo de los asuntos de la comunidad de manera virtuosa.

Pues, para no extenderme más (y yendo al arroz), he de manifestar mi percepción de que en este país hay dos categorías de representantes públicos: los sofistas al estilo Eurípides (repúblicos de la política) y los sofistas estilo Protágoras (especuladores del politiqueo). En definitiva, cuando a Podemos se le califica de “populista”, el que lo hace se está definiendo como “elitista”. De modo y manera que, si he de elegir entre el populismo y el elitismo, sin duda, me quedo con el primero. Pueblo contra élite, son ellos, los elitistas los que la tal dicotomía han significado. No yo (si no, que se lo pregunten a Sócrates).

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