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Marcos Ana

Se acercó al detalle sensato de la vida, a su pequeñez desnuda para ver el mundo sin anteojos en la claridad de un amanecer
Francisco Morales Lomas
sábado, 26 de noviembre de 2016, 11:01 h (CET)
Se nos van muriendo los buenos escritores: Marcos Ana, Francisco Nieva, Darío Fo, Josep Lluis Sirera… pero siempre tendremos el lenitivo de los políticos con su insignificancia.

Ha muerto un luchador, pero sobre todo ha muerto un poeta. Cuando un poeta muere en algún lugar deja de lucir un fanal, una forma de mirar el mundo en lo trascendente. Nos enseñaron a ver las cosas con su pálpito y su dolor desde el encierro. Los días parecían entonces tristes sudarios en aquel patio que siempre quiso contemplar desde fuera para huir de la melancolía que lo envolvía.

Marcos Ana se acercó al detalle sensato de la vida, a su pequeñez desnuda para ver el mundo sin anteojos en la claridad de un amanecer.

No fue un poeta que surgió del frío, sino de una larga espera en el dolor, pero no se amarró a él para perecer en su fermentación sino que anduvo lúcido mirando el mundo y su humanidad, luchando porque el ser humano comprendiera que es finito y lleno de sombras, pero sobre todo un proyecto para ser y estar en la tierra.

Marcos Ana no quiso ser ciego en el odio. Y, sin perder la memoria, que siempre debe estar presente, supo perdonar aquella ceniza con que le atragantaron y buscar el encuentro en la lumbre, el encuentro en la cercanía de una patria.

Solo los corazones en estado de espera pueden comprender el dolor con la promesa de una lucha por la humanidad. Una voz siempre presta a conducir en sombras, pero a sabiendas de que al final serían derrumbados todos los sollozos.

Hay en su obra un ruido de vida siempre efervescente que va creciendo a medida que el poema se hace fácil camino para comprender la existencia, aun a sabiendas que hay lágrimas que tienen la estatura de estrellas, como decía en uno de sus poemas.

Con Marcos Ana se ha ido una voz rota, que no pedía clemencia, que no pedía perdón, que no juntaba la voz temblorosa en un ruego… pero reclamaba banderas y corazones prestos para abrirse al mundo y no sentirse cautivos de las soledades del muro. En su palabra crecían las flores, la libertad tomaba nombre de agua y la tierra no era redonda sino “un patio cuadrado/ donde los hombres giran/ bajo un cielo de estaño.

La concordia fue una palabra que le supo bien y también estuvo dispuesto a perdonar, pero sin alzhéimer.

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