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Etiquetas | Historia | Ser humano
Las sociedades desde muy antiguo han sido engrosadas por “sacerdotales” minorías dirigentes y observantes multitudes

Entre validos y balidos

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El despotismo es una dinámica seguramente tan antigua como la Humanidad, y precisamente dicha Humanidad ha ido tratando de matizarla o atemperarla de manera más o menos eficaz según épocas y geográficos emplazamientos. ¿Quién, como ser humano, no ha sentido alguna vez la tentación de querer imponer sus directrices a los demás?

La avocación a convivir grupalmente del ser humano instó a que parejamente se fueran dirimiendo los modos de organizar dicha convivencia, aflorando, así, esas personas con dotes de mando y ambición de poder que siempre se han tratado de imponer al resto. Y cuando han existido facciones contrapuestas en liza se han librado luchas más o menos civilizadas por hacerse con el mando rector de los destinos comunes; de hecho, la civilización se ha ido conformando en gran medida de este modo: cuando los grupos humanos han ido ensayando las fórmulas organizativas a través de las que establecer y administrar la convivencia, siendo el conflicto muchas veces el acicate para avanzar o para que se desmorone lo aparentemente sólido.

También desde muy antiguo las creencias mágicas y los más diversos rituales han sido elementos muy importantes en el avanzar al que nos venimos refiriendo, basándose nuestras actuales sociedades grandemente en lo ritual. Y no solo en lo ritual, sino en creencias cuyo origen se remonta a la noche de los tiempos las cuales impregnan grandes dominios de nuestro contemporáneo vivir.

Cambian los tiempos pero siguen ciertas esencias incardinadas en las sociedades humanas.

La imaginación mágico-religiosa iría siendo en parte sustituida paulatinamente mediante ciertas emergentes explicaciones científico-racionales de determinadas cuestiones a medida que estas iban adquiriendo entidad, lo que no era óbice para que precedentes prácticas y creencias perdurasen. La prueba es que a día de hoy perduran. Parece que el ser humano, preso de su inevitable finitud, necesita pensar que ha de haber algo más allá de la vida sensible que la mera extinción.

El hombre es un ser altamente vulnerable cuyo instinto de supervivencia lo ha llevado a pertenecer a comunidades en las que sentirse más abrigado. En la hora actual las más habitables, asumido el modelo estatal renacentista, parecen ser las organizadas sobre las conocidas como democracias occidentales (habría mucho que hablar al respecto de a costa de qué otras cosas lo son), y en pleno siglo XXI las fórmulas gubernamentales se fundan en muy gran medida en valores providencialistas, mágico-religiosos o escolásticos aun en los Estados más marcadamente laicos. La “Espada Secular” siempre ha estado emparentada, sujeta, o más o menos influenciada por ciertos rasgos producto de estadios eminentemente teológicos del género humano.

Muchos ciudadanos de las mencionadas democracias occidentales se mueven, de manera más o menos consciente, en base a planteamientos supra-tangibles o cuasi-religiosos (cuando no religiosos propiamente dichos). No nos podemos abstraer, por ejemplo, del influjo del cristianismo en la historia del mundo occidental. Ciertos valores como la piedad se han instalado en nuestro más asumido acervo actitudinal. Dicho valor en concreto implica un estado de las cosas asumido tal cual: hay personas que se hallan en situaciones difíciles de las que hay que compadecerse. Tal presupuesto está más implantado en los planteamientos políticos democráticos que, por ejemplo, aquellos otros promovidos por la Revolución Francesa: igualdad o fraternidad, que implicarían una premisa más horizontal frente a la vertical (arriba-abajo) que acompaña a la piedad. Cioran lo supo ver en su momento: “La piedad y la conmiseración son tan ineficaces como insultantes […] La compasión no compromete a nada; de ahí que sea tan frecuente” (“En las cimas de la desesperación”, Tusquets, 2009, pp. 106-107).

No es extraño que en Occidente se haya venido desarrollando, y siga vigente, un discurso de fondo pseudo-religioso (similar al que se produce en entornos islámicos donde el clérigo aúna las funciones civil y religiosa), dado que pese a la bifurcación de la vida social entre las esferas de lo divino y lo secular, lo segundo toma prestados ciertos parámetros de lo primero en aras de vehicularlo a determinados fines de orden práctico emparentados con sus objetivos partisano-personales.

La Ilustración murió de éxito cuando se topó con el vacío sobre el que se sustenta, al fin, la existencia toda, por ello el ser humano trata de entretener el periplo queriendo ver más allá de la ausencia de un más allá. Así lo expresaba el propio Cioran: “La desintegración […] corresponde a una pérdida total de la ingenuidad, ese don maravilloso destruido por el conocimiento —enemigo declarado de la vida—. […]. No experimentar las contradicciones de manera dolorosa es alcanzar la alegría virginal de la inocencia, permanecer cerrado a la tragedia y al sentimiento de la muerte” (“Ibid.”, p. 81). Nietzsche, habitante de un país de raigambre más religiosamente pagana vio tal cosa de una manera más descarnada que un Unamuno que envidiaba a los fervorosos creyentes del catolicismo español, acreedores, a su entender, de un sosiego tan encarecido para él, que preso del desasosegante agnosticismo tuvo a bien proyectarse literariamente en personajes como su San Manuel Bueno, ente de ficción que nos viene que ni pintiparado para explicar de manera gráfica cómo funcionan los sistemas políticos en nuestro Occidente cristiano, en los que unos descreídos representantes políticos realizan una labor cuasi-sacerdotal, esgrimiendo superficialmente valores (en los que no creen) tan abstractos e indefinidos como la piedad, tan traída por aquí, cuando dicen que están donde están para ayudar a quienes peor lo pasan, a los más necesitados. Cuando tales cosas afirman los envuelve como un aura de divinidad, pues serían ellos y no otros los capacitados para tal cosa. Y muchos receptores de tales mensajes los escuchan atentamente cual si quien les hablara fuese la misma Providencia presta a obrar el milagro. Sí, un modelo providencialista sigue señoreando los hábitos políticos de representados y representantes en nuestras democracias. Como la Iglesia Católica, los partidos políticos manejan una serie de planteamientos imprecisos obtenidos del cristianismo los cuales manipulan a su antojo para obtener réditos; por ejemplo, lo que en el cristianismo primitivo era horizontal es revisitado de una manera más tendente a la verticalidad que hacia una llaneza que aconsejaría reivindicar más fraternales planteamientos, unos que abogarían verdaderamente por la dignidad de las personas al facilitar, verbigracia, que no se tengan que ver obligados a esperar vanamente a una Providencia que nunca ha de llegar por ser mera estratagema global por parte de unos cuantos para encaramarse en el poder (por el chute de narcisismo que tal cosa supone, aparte de los tantos otros suculentos privilegios que comporta dicha ubicación).

Ahora bien, lo que otrora eran, al menos en apariencia, hondos planteamientos de fondo puestos en liza con gravedad, hoy se ha tornado insufrible y reiterado pastiche, lo cual sigue abrumando al ciudadano medio actual pero por exceso de estímulos, cosa que, como advirtiera Umberto Eco, sume al hombre actual en la más supina e indeleble perplejidad, pues habita “la vergonzosa comedia de una información que informa de todo y ya no da nada” (cf. “Apocalípticos e integrados”, Tusquets, 2009, p. 345), pues solo queda en manos de los expendedores de informaciones enmarañar las vías de lo trillado para obturar la evidencia de una clara ausencia de expectativas para los más.

Entre validos y balidos

Las sociedades desde muy antiguo han sido engrosadas por “sacerdotales” minorías dirigentes y observantes multitudes
Diego Vadillo López
viernes, 11 de noviembre de 2016, 01:23 h (CET)
El despotismo es una dinámica seguramente tan antigua como la Humanidad, y precisamente dicha Humanidad ha ido tratando de matizarla o atemperarla de manera más o menos eficaz según épocas y geográficos emplazamientos. ¿Quién, como ser humano, no ha sentido alguna vez la tentación de querer imponer sus directrices a los demás?

La avocación a convivir grupalmente del ser humano instó a que parejamente se fueran dirimiendo los modos de organizar dicha convivencia, aflorando, así, esas personas con dotes de mando y ambición de poder que siempre se han tratado de imponer al resto. Y cuando han existido facciones contrapuestas en liza se han librado luchas más o menos civilizadas por hacerse con el mando rector de los destinos comunes; de hecho, la civilización se ha ido conformando en gran medida de este modo: cuando los grupos humanos han ido ensayando las fórmulas organizativas a través de las que establecer y administrar la convivencia, siendo el conflicto muchas veces el acicate para avanzar o para que se desmorone lo aparentemente sólido.

También desde muy antiguo las creencias mágicas y los más diversos rituales han sido elementos muy importantes en el avanzar al que nos venimos refiriendo, basándose nuestras actuales sociedades grandemente en lo ritual. Y no solo en lo ritual, sino en creencias cuyo origen se remonta a la noche de los tiempos las cuales impregnan grandes dominios de nuestro contemporáneo vivir.

Cambian los tiempos pero siguen ciertas esencias incardinadas en las sociedades humanas.

La imaginación mágico-religiosa iría siendo en parte sustituida paulatinamente mediante ciertas emergentes explicaciones científico-racionales de determinadas cuestiones a medida que estas iban adquiriendo entidad, lo que no era óbice para que precedentes prácticas y creencias perdurasen. La prueba es que a día de hoy perduran. Parece que el ser humano, preso de su inevitable finitud, necesita pensar que ha de haber algo más allá de la vida sensible que la mera extinción.

El hombre es un ser altamente vulnerable cuyo instinto de supervivencia lo ha llevado a pertenecer a comunidades en las que sentirse más abrigado. En la hora actual las más habitables, asumido el modelo estatal renacentista, parecen ser las organizadas sobre las conocidas como democracias occidentales (habría mucho que hablar al respecto de a costa de qué otras cosas lo son), y en pleno siglo XXI las fórmulas gubernamentales se fundan en muy gran medida en valores providencialistas, mágico-religiosos o escolásticos aun en los Estados más marcadamente laicos. La “Espada Secular” siempre ha estado emparentada, sujeta, o más o menos influenciada por ciertos rasgos producto de estadios eminentemente teológicos del género humano.

Muchos ciudadanos de las mencionadas democracias occidentales se mueven, de manera más o menos consciente, en base a planteamientos supra-tangibles o cuasi-religiosos (cuando no religiosos propiamente dichos). No nos podemos abstraer, por ejemplo, del influjo del cristianismo en la historia del mundo occidental. Ciertos valores como la piedad se han instalado en nuestro más asumido acervo actitudinal. Dicho valor en concreto implica un estado de las cosas asumido tal cual: hay personas que se hallan en situaciones difíciles de las que hay que compadecerse. Tal presupuesto está más implantado en los planteamientos políticos democráticos que, por ejemplo, aquellos otros promovidos por la Revolución Francesa: igualdad o fraternidad, que implicarían una premisa más horizontal frente a la vertical (arriba-abajo) que acompaña a la piedad. Cioran lo supo ver en su momento: “La piedad y la conmiseración son tan ineficaces como insultantes […] La compasión no compromete a nada; de ahí que sea tan frecuente” (“En las cimas de la desesperación”, Tusquets, 2009, pp. 106-107).

No es extraño que en Occidente se haya venido desarrollando, y siga vigente, un discurso de fondo pseudo-religioso (similar al que se produce en entornos islámicos donde el clérigo aúna las funciones civil y religiosa), dado que pese a la bifurcación de la vida social entre las esferas de lo divino y lo secular, lo segundo toma prestados ciertos parámetros de lo primero en aras de vehicularlo a determinados fines de orden práctico emparentados con sus objetivos partisano-personales.

La Ilustración murió de éxito cuando se topó con el vacío sobre el que se sustenta, al fin, la existencia toda, por ello el ser humano trata de entretener el periplo queriendo ver más allá de la ausencia de un más allá. Así lo expresaba el propio Cioran: “La desintegración […] corresponde a una pérdida total de la ingenuidad, ese don maravilloso destruido por el conocimiento —enemigo declarado de la vida—. […]. No experimentar las contradicciones de manera dolorosa es alcanzar la alegría virginal de la inocencia, permanecer cerrado a la tragedia y al sentimiento de la muerte” (“Ibid.”, p. 81). Nietzsche, habitante de un país de raigambre más religiosamente pagana vio tal cosa de una manera más descarnada que un Unamuno que envidiaba a los fervorosos creyentes del catolicismo español, acreedores, a su entender, de un sosiego tan encarecido para él, que preso del desasosegante agnosticismo tuvo a bien proyectarse literariamente en personajes como su San Manuel Bueno, ente de ficción que nos viene que ni pintiparado para explicar de manera gráfica cómo funcionan los sistemas políticos en nuestro Occidente cristiano, en los que unos descreídos representantes políticos realizan una labor cuasi-sacerdotal, esgrimiendo superficialmente valores (en los que no creen) tan abstractos e indefinidos como la piedad, tan traída por aquí, cuando dicen que están donde están para ayudar a quienes peor lo pasan, a los más necesitados. Cuando tales cosas afirman los envuelve como un aura de divinidad, pues serían ellos y no otros los capacitados para tal cosa. Y muchos receptores de tales mensajes los escuchan atentamente cual si quien les hablara fuese la misma Providencia presta a obrar el milagro. Sí, un modelo providencialista sigue señoreando los hábitos políticos de representados y representantes en nuestras democracias. Como la Iglesia Católica, los partidos políticos manejan una serie de planteamientos imprecisos obtenidos del cristianismo los cuales manipulan a su antojo para obtener réditos; por ejemplo, lo que en el cristianismo primitivo era horizontal es revisitado de una manera más tendente a la verticalidad que hacia una llaneza que aconsejaría reivindicar más fraternales planteamientos, unos que abogarían verdaderamente por la dignidad de las personas al facilitar, verbigracia, que no se tengan que ver obligados a esperar vanamente a una Providencia que nunca ha de llegar por ser mera estratagema global por parte de unos cuantos para encaramarse en el poder (por el chute de narcisismo que tal cosa supone, aparte de los tantos otros suculentos privilegios que comporta dicha ubicación).

Ahora bien, lo que otrora eran, al menos en apariencia, hondos planteamientos de fondo puestos en liza con gravedad, hoy se ha tornado insufrible y reiterado pastiche, lo cual sigue abrumando al ciudadano medio actual pero por exceso de estímulos, cosa que, como advirtiera Umberto Eco, sume al hombre actual en la más supina e indeleble perplejidad, pues habita “la vergonzosa comedia de una información que informa de todo y ya no da nada” (cf. “Apocalípticos e integrados”, Tusquets, 2009, p. 345), pues solo queda en manos de los expendedores de informaciones enmarañar las vías de lo trillado para obturar la evidencia de una clara ausencia de expectativas para los más.

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