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Cuando la sociedad enferma de envejecimiento no hay recuperación posible

Hay una crisis más grave que la económica

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Cada vez que se produce una crisis económica los políticos se apresuran a tomar las medidas necesarias para superarla, pero cuando se produce una crisis social de largo alcance ningún político se da por enterado.

Venimos padeciendo una grave crisis social, al menos desde la revuelta de mayo del 68, que se ha ido agravando con la introducción de medidas y experimentos suicidas. Me refiero a las células que forman la sociedad, las familias, que han sido sistemáticamente destruidas en su naturaleza y funciones.

La familia era la encargada de mantener la continuidad misma de la sociedad como transmisora de la vida y de las pautas de comportamiento. Los datos de población ponen de manifiesto el hundimiento de las tasas de nupcialidad y de la natalidad y nuestro acelerado envejecimiento. De las enfermedades se puede salir, de la vejez nunca. Somos una sociedad, una civilización, que se está suicidando sin darse ni cuenta.

Los políticos no hacen nada. Habrán podido comprobar que lo único que consideran importante es la economía. Ni se les ocurre crear un ministerio que defienda la familia, pero ellos, a través de sucesivos gobiernos, son los responsables del desastre al haber ido introduciendo, sin pausa, medidas nocivas y perjudiciales para la estabilidad de la familia, la transmisión de la vida y la educación de las nuevas generaciones, envuelto todo ello con la engañosa envoltura de la modernidad y los “nuevos derechos”.

El manoseado estado del bienestar además de establecer el derecho a la sanidad y a la educación para todos, ha incluido también el derecho a una sexualidad libre y un control de la natalidad que va desde los anticonceptivos al aborto, educando para ello a las niñas desde los diez años con el embuste de conseguir la salud sexual y reproductiva.

No se defiende el papel de la familia, pero todas las administraciones, desde las internacionales a las autonómicas, están preocupadísimas por la defensa de los derechos del colectivo LGTB y la bandera del arco iris, con leyes que, cuando menos, resultan sorprendentes, pues puedes ser delatado, acusado, juzgado y condenado por homofobia, con inversión de la carga de la prueba como en los tiempos de la inquisición.

Aunque la Constitución consagre que el estado es aconfesional y que los ciudadanos gozan de libertad de opinión, ahora resulta que el estado es extrañamente confesional respecto a la ideología de género y los ciudadanos obligados a profesarla.

Podemos opinar a favor o en contra de la reforma laboral, de la imposición fiscal o del sistema de pensiones, pero es peligroso opinar acerca de las leyes relacionadas con la llamada defensa del colectivo LGTB, como si no fuera suficiente defensa para este colectivo el principio general de que nadie podrá ser discriminado en razón de su sexo, o de su orientación sexual.

Seguramente es que no se trata de luchar contra la discriminación, sino de imponer una ideología concreta en materia de sexualidad en detrimento de la libertad de quienes no comparten esta ideología por entender que agrava la situación de crisis que vive nuestra sociedad.

Hay una crisis más grave que la económica

Cuando la sociedad enferma de envejecimiento no hay recuperación posible
Francisco Rodríguez
lunes, 7 de noviembre de 2016, 00:36 h (CET)
Cada vez que se produce una crisis económica los políticos se apresuran a tomar las medidas necesarias para superarla, pero cuando se produce una crisis social de largo alcance ningún político se da por enterado.

Venimos padeciendo una grave crisis social, al menos desde la revuelta de mayo del 68, que se ha ido agravando con la introducción de medidas y experimentos suicidas. Me refiero a las células que forman la sociedad, las familias, que han sido sistemáticamente destruidas en su naturaleza y funciones.

La familia era la encargada de mantener la continuidad misma de la sociedad como transmisora de la vida y de las pautas de comportamiento. Los datos de población ponen de manifiesto el hundimiento de las tasas de nupcialidad y de la natalidad y nuestro acelerado envejecimiento. De las enfermedades se puede salir, de la vejez nunca. Somos una sociedad, una civilización, que se está suicidando sin darse ni cuenta.

Los políticos no hacen nada. Habrán podido comprobar que lo único que consideran importante es la economía. Ni se les ocurre crear un ministerio que defienda la familia, pero ellos, a través de sucesivos gobiernos, son los responsables del desastre al haber ido introduciendo, sin pausa, medidas nocivas y perjudiciales para la estabilidad de la familia, la transmisión de la vida y la educación de las nuevas generaciones, envuelto todo ello con la engañosa envoltura de la modernidad y los “nuevos derechos”.

El manoseado estado del bienestar además de establecer el derecho a la sanidad y a la educación para todos, ha incluido también el derecho a una sexualidad libre y un control de la natalidad que va desde los anticonceptivos al aborto, educando para ello a las niñas desde los diez años con el embuste de conseguir la salud sexual y reproductiva.

No se defiende el papel de la familia, pero todas las administraciones, desde las internacionales a las autonómicas, están preocupadísimas por la defensa de los derechos del colectivo LGTB y la bandera del arco iris, con leyes que, cuando menos, resultan sorprendentes, pues puedes ser delatado, acusado, juzgado y condenado por homofobia, con inversión de la carga de la prueba como en los tiempos de la inquisición.

Aunque la Constitución consagre que el estado es aconfesional y que los ciudadanos gozan de libertad de opinión, ahora resulta que el estado es extrañamente confesional respecto a la ideología de género y los ciudadanos obligados a profesarla.

Podemos opinar a favor o en contra de la reforma laboral, de la imposición fiscal o del sistema de pensiones, pero es peligroso opinar acerca de las leyes relacionadas con la llamada defensa del colectivo LGTB, como si no fuera suficiente defensa para este colectivo el principio general de que nadie podrá ser discriminado en razón de su sexo, o de su orientación sexual.

Seguramente es que no se trata de luchar contra la discriminación, sino de imponer una ideología concreta en materia de sexualidad en detrimento de la libertad de quienes no comparten esta ideología por entender que agrava la situación de crisis que vive nuestra sociedad.

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