Tras el terremoto de Lisboa de 1755, muchos recordaron la máxima de la ‘Teodicea’ de Leibniz: “éste es el mejor de los mundos posibles”. Se estima que causó la muerte de entre 60.000 y 100.000 personas y arrasó casi totalmente la capital lusa, siendo así uno de los seísmos más destructivos de la historia.
En la ‘Teodicea’, algunos años antes, Leibniz intentó justificar la figura de Dios de manera teórica. A la hora de confrontar lo descubierto con la práctica, se encontraron las siguientes generaciones con el desastre de Lisboa.
Ante esa situación se abrieron dos caminos: seguir creyendo en un Dios o no todopoderoso o cuyas acciones no son valorables en términos de la moral humana; o reconocer la inexistencia del conjunto de significados que conocemos bajo el nombre de ‘Dios’.
Quienes tomaron el camino de la negación de la existencia de Dios se encontraron con la necesidad entonces de explicarse por la sola razón el sí de las instituciones y del acontecer físico del universo. Eligieron de esa manera un camino de infinitas preguntas sin respuesta que, consecuentemente, se desarrolla en una vida de continua insatisfacción.
Por el contrario, quienes tomaron el camino de creer a pesar de todo, encontraron respuestas infalibles a cualquier pregunta. Hallaron paz y sosiego en la entrega sin reparos y vivieron con unas explicaciones del mundo, que si bien son ilusorias desde el punto de vista ‘científico’, dotan de significado a un mundo racionalmente inabarcable.
El creyente no vive con la tensión de asomarse al abismo pero, en cambio, ha de realizar una teodicea en numerosas ocasiones, sobre todo en circunstancias como las que han sacudido Haití, pero también en momentos especialmente duros de la vida de cada uno.
Porque si algo tiene la fe es la capacidad inigualable de dar respuestas, y aunque haya siempre momentos de duda, la fe sigue siendo el acceso a las respuestas esenciales en una vida religiosa. Y ante ese discurso, desde la ciencia, no hay nada que hacer.