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Están cayéndose algunos velos en Occidente pero reformulándose otras, distintas puestas en escena…

​Hipocresía, transparencia (¿dos “opuestos” del Siglo?)

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Están cayéndose algunos velos en Occidente pero reformulándose otras, distintas puestas en escena… El tema no es qué semblantes han cumplido su fecha de caducidad sino observar qué nuevas máscaras se nos muestran a los ciudadanos de a pie. De la sociedad todos formamos parte, los hipócritas y los transparentes; los mentirosos, los responsables y los tontos. Y muchos célebres “especialistas” (la sabiduría se logra también con experiencia, analizada información y lucidez hermenéutica) serían incluidos hoy, por desgracia, dentro del grupo de los integrados de Umberto Eco.


Últimamente, se ha puesto de moda insistir en lo de la “transparencia” en el orden político, concepto caro a las repúblicas democráticas, opuesto (en apariencia) a la hipocresía y desde luego a los delitos de corrupción. Ahora bien, para que haya “república”, simplifico, debe haber respeto a las instituciones, que incluyen los tres poderes (Parlamento, Justicia y Poder Ejecutivo) pues ninguno es mejor que el otro, a no ser que se abreve en las fuentes del llamado “derecho administrativo autoritario”… Aquel antecedente del viejo y superado Consejo de Estado Francés por la propia Francia, solo estudiado en la universidad en las Historias del Derecho, donde se lo vincula a la necesidad laica del flamante Estado francés después de que el pueblo padeciera los desbordes de la monarquía absolutista, derrocada por la Revolución de 1789. Cada país tiene su singularidad, hay monarquías equitativas y parlamentarias y democracias más presidencialistas que otras. El Derecho comparado enseña pero la copia desmesurada siempre es burda cuando se la exporta desconociendo el contexto. Para considerar que una república es democrática no basta su nombre.


Por el contrario, debe analizarse cómo se comportan las mayorías respecto de las minorías, en tanto la libertad de expresión (que conlleva la libre elección y el enriquecimiento merced al pensamiento del otro, aun cuando opine distinto), tal derecho constitucional, no pertenece solo a los medios ni a las redes. El amor a la libertad y a la patria empieza por casa. Pero un intolerante, si bien puede que haya heredado sin controversias su matriz familiar, pudo haber decidido ser odioso conforme las palizas que le dio la vida  o lo es por estructura, todo lo que es de difícil remedio aunque se deba padecer a estos individuos, cuyo fanatismo no deviene precisamente de la ignorancia.                                                                

Si pensamos en términos de la globalización, ahora quebrada en fragmentados nacionalismos proteccionistas, en populismos a la carta o en populismos pop, al concepto de “transparencia” debería oponérsele el de “hipocresía”, se trataría de dos sintagmas irreconciliables.

          

En el diccionario de la Real Academia Española, "transparente" es la cualidad de lo que permite ver lo patente y declarado, e "hipócrita" el que finge características personales, ideas o sentimientos contrarios a los que posee o experimenta. Hoy la hipocresía tiene mala prensa y parece definitivamente superada. El discurso de la transparencia se lleva puesto, presuntamente, al de la hipocresía, porque  a la luz de los otros y de los medios, siempre cae de maravillas lo políticamente correcto: demostrar lo que no se es para evitar incomodidad (o exhibir lo que se es, si ello complace a todos). Claro que lo “patente”, vinculado a “transparencia”, de momento es difícil de resolver: la realidad es compleja y habría que preguntarse qué significa para cada sujeto, y para las sociedades, ser visible, transparente, sin ofender culturas.                           


Asimismo, ¿puede hablarse de “transparencia” en sujetos que anteponen sus intereses e ideología a cualquier racionalidad mínima, capaz de interpretar los hechos? Tampoco parece razonable compartir nuestra vida doméstica sin reserva alguna, a no ser que vivamos de las redes y asistamos al espectáculo seriado de la banalidad que nos proporcionan los "boulevard Zeitungen", la prensa amarilla y alguna, no tan amarilla.

          

Desde la ética de Aristóteles, la hipocresía, como simulación u ocultamiento de los vicios, no estuvo del lado de la virtud. Menos, con las críticas del marxismo al capital temprano de la Revolución Industrial. El cruce posterior entre este último intento de “beatificación” política y el ya instalado discurso de la culpa judeo-cristiana tuvo acaso por impensado efecto la vigente creencia - manipulada hasta el cansancio - de que exponer el cuerpo (tatuajes, peircings, prótesis quirúrgicas, etc.), mostrar filmado el descontrol psíquico (peleas y griterío, acoso escolar, invocaciones y rituales religiosos de toda especie) y postear fotos sin contenidos y frases hechas en las redes, peleándose en algunas a pura descarga, son acciones útiles y directamente proporcionales al desvelamiento del alma de las personas, en definitiva esta, al manifiesto servicio del goce del voyeur contemporáneo, que hace rato dejó de comprender para dedicarse a consumir, ingenuamente, imágenes a rolete.  

          

No se advierte que  todo esto de mostrarse transparente es realizable en tanto conservamos zonas secretas a pesar de la supuesta  democratización de los usuarios en las redes y de la opinión “pública” que “elige y vota”. Claro que en la vida privada tienta el sustituir largas terapias por análisis express, (análisis “de toilette”), horóscopos y “constelaciones”, numerologías y pronósticos mágicos que calman la ansiedad. Es cómodo, parece, el vivir descargando rabia y prejuicios, pasando de la ficción a la realidad de lo más campante, repitiendo frustraciones, dolor y hasta escraches, crueldades. Total, se sobrevive. Pero nada es fácil, y para información de los lectores, la falta psíquica por el hecho mismo de nacer y morir no se tapa, igual que es imposible quitar los excesos. Menos, con la rapidez de una tirada de naipes que nos aseguren un futuro promisorio. En el orden político, la prudencia y el diálogo a menudo esconden imprevisibles (o intencionados) renunciamientos…

           

Los simulacros son tan antiguos como el ser humano, algunos representan para adornar ideas o convencer, y otros destruyen. Y por el hecho de que se pueda leer, en la internet, vida y milagro de medio mundo y contestar como si nada mensajes comprimidos y mal escritos por celebridades o políticos, todo esto tan “moderno” y novedoso, supuestamente interactivo, no exime de desconocer los detalles privados más nimios, los de los embrollos de las internas políticas o los de las estafas más impunes. (La sofisticación de los semblantes de época no es pasible de traducción “automática”: a menudo hay que interpretar lenguaje escrito, oral y gestual, ya que no bastan los códigos y el signo.)

          

Ahora bien, los principios que informan la transparencia institucional y su expresión en la prensa, consecución republicana de que debemos enorgullecernos en cuanto al fin inicial, tienen poco que ver con la sobredosis de exhibicionismo de que padecen los usuarios de la moderna tecnología, gracias a la cual en dos segundos se conocen los gustos musicales de fulano y mengano y los pormenores de culebrón de las peleas entre artistas, políticos o gente del llano. Afortunadamente, lo propio está siempre reservado a la conciencia de cada sujeto, incluso a la de los que cosechan millones de “me gusta” a diario... Respecto de la cosa pública, la sobreinformación no es indicativa de transparencia alguna. Se le dice al ciudadano, verbigracia, que la gestión está a la vista en las páginas institucionales. Sin embargo, no es lo mismo leer una ley de presupuesto o tributaria que un manual de autoayuda o una revista de modas, ni siquiera un contrato... ¿Acaso vamos más tranquilos al quirófano si el cirujano nos explica  lo que hará en nuestro cuerpo con lujo de detalle y no somos médicos?

          

La igualación de derechos, el destierro (nunca definitivo) del odio, la democratización del conocimiento, la comunicación instantánea entre usuarios y la liberación hermenéutica de los textos son conquistas heredadas de otros siglos. Lo que no implica que la hipocresía haya desaparecido, pues la honestidad no se pasea en pasarela: primero hay que tenerla; luego, ejercitarla. Y los demás deben poder comprenderla cuando se informa sobre esta.                       


El fetichismo narcisista del consumo, siempre que el país no se encuentre en decadencia financiera y económica, permite creer que se puede vivir felizmente a plazos. Aun sin esta avidez puesta en demanda automática para comprar excediendo los límites propios, cuando la indigencia amenaza, hay sujetos que tampoco quieren saber… y “seguiremos como se pueda y mande Dios”, se les oye. Es que el sujeto es el mismo de siempre, conserva sus pulsiones y exhibe semblantes porque hasta para él hay zonas reservadas que solo conoce su inconsciente. Es así que una república se salvaría, si escuchara a sus ciudadanos más allá de lo meramente institucional, es decir si tuviera el coraje de sustituir la retórica documentada por acciones concretas que facilitasen el diálogo y el respeto al otro. La ley no se cumple si se la sacraliza. Y una ley injusta o irrazonable no es ley aunque lo parezca por haberse semblanteado suficientemente a la opinión pública. ¡He ahí la importancia de los jueces y del olfato de la gente!

           

En cuanto al concepto de transparencia, prefiero adherir, en el orden político y en el doméstico, a esta cita de Filippo Pananti, poeta italiano fallecido durante el Siglo XIX: “No te fíes de las máscaras de quien te muestra el rostro demasiado descubierto”. No sé si se entiende… 

​Hipocresía, transparencia (¿dos “opuestos” del Siglo?)

Están cayéndose algunos velos en Occidente pero reformulándose otras, distintas puestas en escena…
Paula Winkler
sábado, 10 de febrero de 2024, 12:21 h (CET)

Están cayéndose algunos velos en Occidente pero reformulándose otras, distintas puestas en escena… El tema no es qué semblantes han cumplido su fecha de caducidad sino observar qué nuevas máscaras se nos muestran a los ciudadanos de a pie. De la sociedad todos formamos parte, los hipócritas y los transparentes; los mentirosos, los responsables y los tontos. Y muchos célebres “especialistas” (la sabiduría se logra también con experiencia, analizada información y lucidez hermenéutica) serían incluidos hoy, por desgracia, dentro del grupo de los integrados de Umberto Eco.


Últimamente, se ha puesto de moda insistir en lo de la “transparencia” en el orden político, concepto caro a las repúblicas democráticas, opuesto (en apariencia) a la hipocresía y desde luego a los delitos de corrupción. Ahora bien, para que haya “república”, simplifico, debe haber respeto a las instituciones, que incluyen los tres poderes (Parlamento, Justicia y Poder Ejecutivo) pues ninguno es mejor que el otro, a no ser que se abreve en las fuentes del llamado “derecho administrativo autoritario”… Aquel antecedente del viejo y superado Consejo de Estado Francés por la propia Francia, solo estudiado en la universidad en las Historias del Derecho, donde se lo vincula a la necesidad laica del flamante Estado francés después de que el pueblo padeciera los desbordes de la monarquía absolutista, derrocada por la Revolución de 1789. Cada país tiene su singularidad, hay monarquías equitativas y parlamentarias y democracias más presidencialistas que otras. El Derecho comparado enseña pero la copia desmesurada siempre es burda cuando se la exporta desconociendo el contexto. Para considerar que una república es democrática no basta su nombre.


Por el contrario, debe analizarse cómo se comportan las mayorías respecto de las minorías, en tanto la libertad de expresión (que conlleva la libre elección y el enriquecimiento merced al pensamiento del otro, aun cuando opine distinto), tal derecho constitucional, no pertenece solo a los medios ni a las redes. El amor a la libertad y a la patria empieza por casa. Pero un intolerante, si bien puede que haya heredado sin controversias su matriz familiar, pudo haber decidido ser odioso conforme las palizas que le dio la vida  o lo es por estructura, todo lo que es de difícil remedio aunque se deba padecer a estos individuos, cuyo fanatismo no deviene precisamente de la ignorancia.                                                                

Si pensamos en términos de la globalización, ahora quebrada en fragmentados nacionalismos proteccionistas, en populismos a la carta o en populismos pop, al concepto de “transparencia” debería oponérsele el de “hipocresía”, se trataría de dos sintagmas irreconciliables.

          

En el diccionario de la Real Academia Española, "transparente" es la cualidad de lo que permite ver lo patente y declarado, e "hipócrita" el que finge características personales, ideas o sentimientos contrarios a los que posee o experimenta. Hoy la hipocresía tiene mala prensa y parece definitivamente superada. El discurso de la transparencia se lleva puesto, presuntamente, al de la hipocresía, porque  a la luz de los otros y de los medios, siempre cae de maravillas lo políticamente correcto: demostrar lo que no se es para evitar incomodidad (o exhibir lo que se es, si ello complace a todos). Claro que lo “patente”, vinculado a “transparencia”, de momento es difícil de resolver: la realidad es compleja y habría que preguntarse qué significa para cada sujeto, y para las sociedades, ser visible, transparente, sin ofender culturas.                           


Asimismo, ¿puede hablarse de “transparencia” en sujetos que anteponen sus intereses e ideología a cualquier racionalidad mínima, capaz de interpretar los hechos? Tampoco parece razonable compartir nuestra vida doméstica sin reserva alguna, a no ser que vivamos de las redes y asistamos al espectáculo seriado de la banalidad que nos proporcionan los "boulevard Zeitungen", la prensa amarilla y alguna, no tan amarilla.

          

Desde la ética de Aristóteles, la hipocresía, como simulación u ocultamiento de los vicios, no estuvo del lado de la virtud. Menos, con las críticas del marxismo al capital temprano de la Revolución Industrial. El cruce posterior entre este último intento de “beatificación” política y el ya instalado discurso de la culpa judeo-cristiana tuvo acaso por impensado efecto la vigente creencia - manipulada hasta el cansancio - de que exponer el cuerpo (tatuajes, peircings, prótesis quirúrgicas, etc.), mostrar filmado el descontrol psíquico (peleas y griterío, acoso escolar, invocaciones y rituales religiosos de toda especie) y postear fotos sin contenidos y frases hechas en las redes, peleándose en algunas a pura descarga, son acciones útiles y directamente proporcionales al desvelamiento del alma de las personas, en definitiva esta, al manifiesto servicio del goce del voyeur contemporáneo, que hace rato dejó de comprender para dedicarse a consumir, ingenuamente, imágenes a rolete.  

          

No se advierte que  todo esto de mostrarse transparente es realizable en tanto conservamos zonas secretas a pesar de la supuesta  democratización de los usuarios en las redes y de la opinión “pública” que “elige y vota”. Claro que en la vida privada tienta el sustituir largas terapias por análisis express, (análisis “de toilette”), horóscopos y “constelaciones”, numerologías y pronósticos mágicos que calman la ansiedad. Es cómodo, parece, el vivir descargando rabia y prejuicios, pasando de la ficción a la realidad de lo más campante, repitiendo frustraciones, dolor y hasta escraches, crueldades. Total, se sobrevive. Pero nada es fácil, y para información de los lectores, la falta psíquica por el hecho mismo de nacer y morir no se tapa, igual que es imposible quitar los excesos. Menos, con la rapidez de una tirada de naipes que nos aseguren un futuro promisorio. En el orden político, la prudencia y el diálogo a menudo esconden imprevisibles (o intencionados) renunciamientos…

           

Los simulacros son tan antiguos como el ser humano, algunos representan para adornar ideas o convencer, y otros destruyen. Y por el hecho de que se pueda leer, en la internet, vida y milagro de medio mundo y contestar como si nada mensajes comprimidos y mal escritos por celebridades o políticos, todo esto tan “moderno” y novedoso, supuestamente interactivo, no exime de desconocer los detalles privados más nimios, los de los embrollos de las internas políticas o los de las estafas más impunes. (La sofisticación de los semblantes de época no es pasible de traducción “automática”: a menudo hay que interpretar lenguaje escrito, oral y gestual, ya que no bastan los códigos y el signo.)

          

Ahora bien, los principios que informan la transparencia institucional y su expresión en la prensa, consecución republicana de que debemos enorgullecernos en cuanto al fin inicial, tienen poco que ver con la sobredosis de exhibicionismo de que padecen los usuarios de la moderna tecnología, gracias a la cual en dos segundos se conocen los gustos musicales de fulano y mengano y los pormenores de culebrón de las peleas entre artistas, políticos o gente del llano. Afortunadamente, lo propio está siempre reservado a la conciencia de cada sujeto, incluso a la de los que cosechan millones de “me gusta” a diario... Respecto de la cosa pública, la sobreinformación no es indicativa de transparencia alguna. Se le dice al ciudadano, verbigracia, que la gestión está a la vista en las páginas institucionales. Sin embargo, no es lo mismo leer una ley de presupuesto o tributaria que un manual de autoayuda o una revista de modas, ni siquiera un contrato... ¿Acaso vamos más tranquilos al quirófano si el cirujano nos explica  lo que hará en nuestro cuerpo con lujo de detalle y no somos médicos?

          

La igualación de derechos, el destierro (nunca definitivo) del odio, la democratización del conocimiento, la comunicación instantánea entre usuarios y la liberación hermenéutica de los textos son conquistas heredadas de otros siglos. Lo que no implica que la hipocresía haya desaparecido, pues la honestidad no se pasea en pasarela: primero hay que tenerla; luego, ejercitarla. Y los demás deben poder comprenderla cuando se informa sobre esta.                       


El fetichismo narcisista del consumo, siempre que el país no se encuentre en decadencia financiera y económica, permite creer que se puede vivir felizmente a plazos. Aun sin esta avidez puesta en demanda automática para comprar excediendo los límites propios, cuando la indigencia amenaza, hay sujetos que tampoco quieren saber… y “seguiremos como se pueda y mande Dios”, se les oye. Es que el sujeto es el mismo de siempre, conserva sus pulsiones y exhibe semblantes porque hasta para él hay zonas reservadas que solo conoce su inconsciente. Es así que una república se salvaría, si escuchara a sus ciudadanos más allá de lo meramente institucional, es decir si tuviera el coraje de sustituir la retórica documentada por acciones concretas que facilitasen el diálogo y el respeto al otro. La ley no se cumple si se la sacraliza. Y una ley injusta o irrazonable no es ley aunque lo parezca por haberse semblanteado suficientemente a la opinión pública. ¡He ahí la importancia de los jueces y del olfato de la gente!

           

En cuanto al concepto de transparencia, prefiero adherir, en el orden político y en el doméstico, a esta cita de Filippo Pananti, poeta italiano fallecido durante el Siglo XIX: “No te fíes de las máscaras de quien te muestra el rostro demasiado descubierto”. No sé si se entiende… 

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