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No es lo mismo aceptar algo que pensar que aquello que ha pasado está bien

Quinta etapa del duelo: aceptación. Aprender a vivir de nuevo

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Recuerdo a una mujer que perdió a su esposo y el día del entierro en un trágico accidente automovilístico murió una hija suya también. Se encontraba abrumada por la negación y la tristeza. Pasó mucho tiempo furiosa por la injusticia de la situación. Con el tiempo, sin embargo, María comenzó a darse cuenta de que no podía cambiar lo que había sucedido. Decía: “no puedo romperme la cabeza contra la pared. Tengo que mirar a los demás hijos que me han quedado”. Poco a poco aceptó la realidad de la pérdida. Comprendió que la vida no sería igual, pero también empezó a vislumbrar cómo podía seguir adelante.


La quinta etapa del duelo, según el modelo propuesto por Elisabeth Kübler-Ross en su libro "Sobre la Muerte y los Moribundos" (1969), es la aceptación. El modelo sirve en general para todo tipo de pérdida, como la muerte de un ser querido, una ruptura, o incluso la pérdida de un trabajo.

La aceptación no significa necesariamente felicidad o estar de acuerdo con la pérdida, sino más bien llegar a un punto en el que se puede aceptar la realidad de la situación y encontrar formas de seguir adelante. Es un proceso gradual y único para cada individuo. Durante esta etapa, las personas pueden empezar a adaptarse a la nueva realidad sin negación, enojo, negociación o depresión predominantes. Pueden buscar formas de encontrar significado en la experiencia y aprender a vivir con la pérdida. Naturalmente, el duelo es algo particular y se puede experimentar de muchas formas, pero la aceptación se considera generalmente como un paso crucial en el proceso de duelo.

   

No es lo mismo aceptar algo que pensar que aquello que ha pasado está bien. Es más bien aceptar la realidad de la pérdida de la persona querida. No nos gusta, pero lo aceptamos. Se va viendo la luz… dejamos de estar enfadados con Dios. Puedes ser que mientras pasamos el duelo, la persona amada vuelva a estar muy presente en nuestra vida, pero de otra forma. Aceptación es aprender a vivir con la pérdida. Cuenta Elisabeth K-R de un matrimonio que perdió el hijo por un disparo fortuito de un miembro de una banda. Aunque aceptaba su muerte, dejaron de frecuentar los amigos y se encerraron en ellos… la aceptación requiere su tiempo, es un proceso más que un punto de llegada. 


Al cabo de un tiempo vio el drama humano de la otra parte, en un juicio vio al padre del asesino y se aproximó a él al ver el drama que llevaba. Se hicieron amigos y visitaron escuelas para ayudar a los miembros de bandas a dejar la violencia. Pocos tienen la valentía de hacer lo de ese hombre; cada uno tendrá su modo de extraer energía de la pérdida e invertirla en la vida. Aceptar es volver a vivir…

   

Isabel Allende pasó esta etapa de un modo peculiar, que cuenta en su libro “Cartas a Paula”: su hija Paula a los 28 años cayó enferma. “Estuvo en coma durante un año y cuidé de ella, en casa, hasta que murió en mis brazos en diciembre de 1992... Durante aquel año de agonía y el siguiente de duelo todo se detuvo para mí. Paralizada en su cama, mi hija Paula me enseñó una lección que ahora es mi mantra: sólo tienes lo que das. Es gastándote a ti misma como te enriqueces. Paula trabajó como voluntaria ayudando a mujeres y niños ocho horas al día, seis días a la semana, nunca tuvo dinero, pero necesitaba muy poco. Cuando murió no tenía nada ni necesitaba nada... Por Paula no me aferraré a nada más. Ahora prefiero dar a recibir. Soy más feliz cuando amo que cuando soy amada. Adoro a mi marido, a mi hijo, mi nieto, mi madre, a mi perro... Y, francamente, no sé siquiera si les gusto. Pero ¿qué importa? Amarlos es mi alegría. Es al dar cuando conecto con otros, con el mundo y con lo divino. Es al dar cuando siento el espíritu de mi hija en mi interior, como una dulce presencia".

   

Para una persona con experiencia de que estamos aquí de paso, y que la muerte es puerta para la siguiente etapa, puerta para la gloria donde ya no hay llantos, y por tanto puerta para la felicidad, se abre una perspectiva mucho más amplia, como la del gusano que se transforma en mariposa, una metamorfosis: «Si, por tanto, no es posible sin la resurrección que la naturaleza llegue a mejor forma y estado, y si la resurrección no puede hacerse sin que preceda la muerte, la muerte es algo bueno en cuanto que es para nosotros comienzo y camino de un cambio para mejor» (San Gregorio de Nisa, Oratio consolatoria in 68).

    

Cristo con su muerte y su resurrección transformó la muerte: «Como extendiendo la mano al que yacía, y mirando por ello a nuestro cadáver, se acercó tanto a la muerte cuanto es haber tomado la mortalidad, y con su cuerpo dio a la naturaleza el comienzo de la resurrección” (id, Oratiocatechetica magna, 32). En este sentido, Cristo «cambió el ocaso en oriente» (Clemente de Alejandría, Protrepticus, 1170).

   

El dolor y la enfermedad, que son un comienzo de la muerte, se asumen de una manera nueva (Vaticano II, “Gaudium et Spes” 18), por la aceptación del dolor y de la enfermedad permitidos por Dios, nos hacemos partícipes de la pasión de Cristo, y por el ofrecimiento de ellos nos unimos al acto con que el Señor ofreció su propia vida al Padre por la salvación del mundo: «completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24), “para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,10).

   

Quien de verdad vive esta certeza, puede decir que no nos es lícito entristecernos por la muerte de los amigos «como los demás, que no tienen esperanza» (san Pablo, 1 Tesalonicenses 4,13). Por parte de estos, «con lamentaciones lacrimosas y con gemidos» «se suele deplorar una cierta miseria de los que mueren o su extinción casi total»; a nosotros, como a Agustín en la muerte de su madre, nos consuela este pensamiento: «ella [Mónica] ni moría miserablemente ni moría del todo» (Confesiones, 9,12,29). Es la «muerte en el Señor» (cfAp 14,13) deseable en cuanto que lleva a la bienaventuranza, y se prepara con la vida santa: «Desde ahora, sí —dice el Espíritu—, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14,13).

Quinta etapa del duelo: aceptación. Aprender a vivir de nuevo

No es lo mismo aceptar algo que pensar que aquello que ha pasado está bien
Llucià Pou Sabaté
miércoles, 17 de enero de 2024, 10:50 h (CET)

Recuerdo a una mujer que perdió a su esposo y el día del entierro en un trágico accidente automovilístico murió una hija suya también. Se encontraba abrumada por la negación y la tristeza. Pasó mucho tiempo furiosa por la injusticia de la situación. Con el tiempo, sin embargo, María comenzó a darse cuenta de que no podía cambiar lo que había sucedido. Decía: “no puedo romperme la cabeza contra la pared. Tengo que mirar a los demás hijos que me han quedado”. Poco a poco aceptó la realidad de la pérdida. Comprendió que la vida no sería igual, pero también empezó a vislumbrar cómo podía seguir adelante.


La quinta etapa del duelo, según el modelo propuesto por Elisabeth Kübler-Ross en su libro "Sobre la Muerte y los Moribundos" (1969), es la aceptación. El modelo sirve en general para todo tipo de pérdida, como la muerte de un ser querido, una ruptura, o incluso la pérdida de un trabajo.

La aceptación no significa necesariamente felicidad o estar de acuerdo con la pérdida, sino más bien llegar a un punto en el que se puede aceptar la realidad de la situación y encontrar formas de seguir adelante. Es un proceso gradual y único para cada individuo. Durante esta etapa, las personas pueden empezar a adaptarse a la nueva realidad sin negación, enojo, negociación o depresión predominantes. Pueden buscar formas de encontrar significado en la experiencia y aprender a vivir con la pérdida. Naturalmente, el duelo es algo particular y se puede experimentar de muchas formas, pero la aceptación se considera generalmente como un paso crucial en el proceso de duelo.

   

No es lo mismo aceptar algo que pensar que aquello que ha pasado está bien. Es más bien aceptar la realidad de la pérdida de la persona querida. No nos gusta, pero lo aceptamos. Se va viendo la luz… dejamos de estar enfadados con Dios. Puedes ser que mientras pasamos el duelo, la persona amada vuelva a estar muy presente en nuestra vida, pero de otra forma. Aceptación es aprender a vivir con la pérdida. Cuenta Elisabeth K-R de un matrimonio que perdió el hijo por un disparo fortuito de un miembro de una banda. Aunque aceptaba su muerte, dejaron de frecuentar los amigos y se encerraron en ellos… la aceptación requiere su tiempo, es un proceso más que un punto de llegada. 


Al cabo de un tiempo vio el drama humano de la otra parte, en un juicio vio al padre del asesino y se aproximó a él al ver el drama que llevaba. Se hicieron amigos y visitaron escuelas para ayudar a los miembros de bandas a dejar la violencia. Pocos tienen la valentía de hacer lo de ese hombre; cada uno tendrá su modo de extraer energía de la pérdida e invertirla en la vida. Aceptar es volver a vivir…

   

Isabel Allende pasó esta etapa de un modo peculiar, que cuenta en su libro “Cartas a Paula”: su hija Paula a los 28 años cayó enferma. “Estuvo en coma durante un año y cuidé de ella, en casa, hasta que murió en mis brazos en diciembre de 1992... Durante aquel año de agonía y el siguiente de duelo todo se detuvo para mí. Paralizada en su cama, mi hija Paula me enseñó una lección que ahora es mi mantra: sólo tienes lo que das. Es gastándote a ti misma como te enriqueces. Paula trabajó como voluntaria ayudando a mujeres y niños ocho horas al día, seis días a la semana, nunca tuvo dinero, pero necesitaba muy poco. Cuando murió no tenía nada ni necesitaba nada... Por Paula no me aferraré a nada más. Ahora prefiero dar a recibir. Soy más feliz cuando amo que cuando soy amada. Adoro a mi marido, a mi hijo, mi nieto, mi madre, a mi perro... Y, francamente, no sé siquiera si les gusto. Pero ¿qué importa? Amarlos es mi alegría. Es al dar cuando conecto con otros, con el mundo y con lo divino. Es al dar cuando siento el espíritu de mi hija en mi interior, como una dulce presencia".

   

Para una persona con experiencia de que estamos aquí de paso, y que la muerte es puerta para la siguiente etapa, puerta para la gloria donde ya no hay llantos, y por tanto puerta para la felicidad, se abre una perspectiva mucho más amplia, como la del gusano que se transforma en mariposa, una metamorfosis: «Si, por tanto, no es posible sin la resurrección que la naturaleza llegue a mejor forma y estado, y si la resurrección no puede hacerse sin que preceda la muerte, la muerte es algo bueno en cuanto que es para nosotros comienzo y camino de un cambio para mejor» (San Gregorio de Nisa, Oratio consolatoria in 68).

    

Cristo con su muerte y su resurrección transformó la muerte: «Como extendiendo la mano al que yacía, y mirando por ello a nuestro cadáver, se acercó tanto a la muerte cuanto es haber tomado la mortalidad, y con su cuerpo dio a la naturaleza el comienzo de la resurrección” (id, Oratiocatechetica magna, 32). En este sentido, Cristo «cambió el ocaso en oriente» (Clemente de Alejandría, Protrepticus, 1170).

   

El dolor y la enfermedad, que son un comienzo de la muerte, se asumen de una manera nueva (Vaticano II, “Gaudium et Spes” 18), por la aceptación del dolor y de la enfermedad permitidos por Dios, nos hacemos partícipes de la pasión de Cristo, y por el ofrecimiento de ellos nos unimos al acto con que el Señor ofreció su propia vida al Padre por la salvación del mundo: «completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24), “para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,10).

   

Quien de verdad vive esta certeza, puede decir que no nos es lícito entristecernos por la muerte de los amigos «como los demás, que no tienen esperanza» (san Pablo, 1 Tesalonicenses 4,13). Por parte de estos, «con lamentaciones lacrimosas y con gemidos» «se suele deplorar una cierta miseria de los que mueren o su extinción casi total»; a nosotros, como a Agustín en la muerte de su madre, nos consuela este pensamiento: «ella [Mónica] ni moría miserablemente ni moría del todo» (Confesiones, 9,12,29). Es la «muerte en el Señor» (cfAp 14,13) deseable en cuanto que lleva a la bienaventuranza, y se prepara con la vida santa: «Desde ahora, sí —dice el Espíritu—, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14,13).

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