Se ha venido considerando que las leyes en general son el medio idóneo para mantener el orden y la estabilidad en la sociedad. Generalmente surgen como respuesta a una exigencia social o eso es lo que invocan a manera de justificación sus promotores. Esta realidad, este principio se alimenta con la debida dosis de apariencia, considerando que políticamente nada llega a buen puerto salvo que cuente con el patrocinio de algún interés de peso. También, vistas desde una perspectiva elitista, hay que entenderlas como instrumento para consolidar la autoridad de la minoría selecta sobre la masa. No obstante, cabe que reseñar otra función, en ocasiones no debidamente valorada por la teoría jurídica, que es la promoción del empleo.
Llegados a este punto, la primera beneficiada, en el sentido de mayor poder y dimensiones corporativas, resulta ser la burocracia estatal encargada de hacer cumplir la ley, teniendo en cuenta que a nuevas leyes se sigue mayores competencias y, por consiguiente, más empleados. Si el sector público se ha demostrado que es una destacada fuente de empleo, a costa del contribuyente, el que mueve la economía de andar por casa acaba siendo el sector privado, y a él suelen llegar los efectos visibles. Algunas leyes, directa o indirectamente, hacen extensivos sus efectos benefactores en materia laboral a las distintas agrupaciones sectoriales que de alguna manera se dedican a lo que es objeto de la nueva regulación, aunque igualmente corresponda, costearlo al consumidor o usuario, aunque en este caso contando con cierta capacidad de maniobra.
Generalmente, el argumento para justificar que la actividad legislativa crezca como la espuma y, en las sociedades que presumen de avanzadas, tienda a regular todos los ámbitos de la existencia personal, dando mayor poder de control a la burocracia, parece estar implícito en el modelo actual de sociedad de consumo desenfrenado. Algunas leyes se limitan a cumplir con el programa, al dar más alegría a la economía y más fondos a las personas para que los entreguen directamente al mercado. Satisfaciéndose así una exigencia social dirigida a procurar el bienestar, en sus distintas manifestaciones, teóricamente al alcance de todos.
Esta función política, económica y social de las nuevas leyes, salvando el hecho de verse afectadas por las circunstancias vaivén que las hacen cambiantes y con escaso arraigo, cuenta con una apreciable consideración a nivel de las personas que resultan favorecidas con un beneficio inesperado. En este caso de lo que se trata es que la ley contribuya a crear empleo para disponer de de fondos con los que jugar al juego del mercado. Pero lo más importante en la mente política del legislador es procurar el mayor bienestar económico, no tanto de los protagonistas como de las empresas, utilizando el correspondiente maquillaje para cada ocasión. Muestra de este progreso, que sirve de soporte al mercado, ampliamente difundido en la legislación de los últimos tiempos, se pone de manifiesto al extender el bienestar no solo a las personas, sino al etiquetado como mundo animal, aunque este sea más amplio que el así llamado.
A primera vista, parecería una misión quijotesca, muy meritoria, colocar a nivel casi humano a los animales, pero no sería de recibo, teniendo en cuenta que tras los cortinajes se mueve la economía. El hecho es que, aprovechando los sentimientos de las personas por ese vínculo con la naturaleza del que no es posible prescindir en su totalidad, la legislación ha venido a imponer un peaje directo a quienes se sienten vinculados con los animales y conviven de una u otra manera con ellos. Podría pensarse que exclusivamente se mira por lo que se llama bienestar, buen cuidado, atenciones y protección frente a los desaprensivos que les maltratan. Argumentos perfectamente válidos, pero junto a ellos se cuelan una serie de exigencias que ponen de manifiesto la presencia permanente y el despliegue de poder por parte de la burocracia encargada de su cumplimiento y la obligada sumisión de los afectados, al amparo de obligaciones administrativas crecientes bajo el efecto de la represión personal y patrimonial para los tenedores de animales,. Con lo que el primer sentido público de la ley queda cumplido, seguido del consiguiente alivio del paro a cargo directamente el erario.
En el plano de la explotación del negocio mercantil que de ella se deriva, se crean especializaciones, nuevos negocios, se perfeccionan los ya existentes, con los consiguientes aumentos de plantilla. Surgen y se amplifica la capacidad de negocio de distintos gremios, productores y comerciantes que giran buena parte de su actividad en torno al negocio animal. Al final, parte del coste del bienestar de los legalmente protegidos lo pagan los de siempre vía impuestos, mientras que la parte mercantil directa corre a cargo de los altruistas tenedores, que no explotadores, de los animales protegidos. Entendiéndose los primeros como aquellos que no están al resultado del negocio, sino atrapados por sentimientos naturales, son ellos los que, a la vista, deben correr con el sostenimiento del respectivo negocio de los económicamente beneficiados por la norma principal y las complementarias. Parece ser, al menos en este caso, que la ley ha creado empleo.
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