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Javier Úbeda Ibáñez

La iniciativa privada

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A la corta o a la larga, el colectivismo desemboca en la atribución de unos poderes absolutos al Estado. Su sentido es, por tanto, el de una ideología que, en vez de limitarse a conferirle al Estado la función organizadora del mínimo indispensable de solidaridad (sentimiento nobilísimo y también eminente virtud, cuando no se queda en algo momentáneo) forzosa o coactiva, sobrecarga al Poder con el monopolio de toda forma de solidaridad, dejando a los ciudadanos reducidos a la condición de simples piezas de una impersonal y anónima maquinaria. En este sentido, el Estado estataliza a la sociedad entera, convirtiéndola a la vez en algo estático, porque la desposee de sus actividades naturales y la deja en la situación de un instrumento pasivo, enteramente en las manos de los que ejercen las funciones del gobierno.

Entregada a un Estado que posee unos omnímodos y absolutos poderes, pierde la sociedad su natural capacidad creadora, cegándose así la fuente de su agilidad y de su energía, que estriba, en resolución, en la iniciativa privada.

El término iniciativa privada es inevitable para dar expresión a toda iniciativa que no sea la estatal; y su uso resulta necesario para todo el que no comparta la mentalidad colectivista. Por lo demás, el hecho de que una iniciativa sea privada no quiere decir, en modo alguno, que no pueda tener una función social, ni que esté desprovista de una responsabilidad de esa misma índole. Por el contrario, es perfectamente posible y deseable que la sociedad se beneficie de las iniciativas privadas dirigidas al interés general o bien común.

Desde el punto de vista de la fundamentación teórica de la validez de la iniciativa privada, lo que ante todo se hace imprescindible comprender es que el titular primario o inmediato de los derechos humanos es el hombre individual y concreto, no las agrupaciones de los hombres, ni las instituciones u organismos que éstos puedan constituir. No se trata, con ello, de ningún individualismo, sino, sencillamente, de un realismo que se apoya en el hecho de que los grupos humanos están constituidos por personas, es decir, por realidades cuyo sentido no se agota en ser partes o miembros de un conjunto.

Toda persona humana individual y concreta posee naturalmente unos derechos que no le vienen de su agrupación con otros seres humanos. Tan no le vienen que siguen dándose, como tales derechos, frente a cualquier género o especie de esas agrupaciones, y ello de tal manera que resulta antinatural toda sociedad que no los respete. Y lo mismo acontece con las responsabilidades. Éstas proceden, fundamentalmente, de la dignidad de la persona humana individual, es decir, de una dignidad que el hombre tiene porque el Creador se la ha dado y no por ser un elemento o una parte del conjunto social. Ciertamente, las responsabilidades naturales se ejercen en este ámbito o conjunto que los hombres integran, pero no vienen de él, sino del hecho de que somos hombres y, en cuanto tales, seres provistos de unas atribuciones resultantes de nuestra específica índole y naturaleza.

Pues bien, en nombre de la solidaridad, todas las formas del colectivismo terminan por diluir la conciencia de las responsabilidades del individuo humano. Porque se trata de una concepción según la cual el Estado representa la fuente y el origen de todos nuestros derechos.

Cuando se niega al Creador y el vacío que éste deja lo ocupa el Estado, no es de extrañar que se piense que sólo son auténticos derechos los que el Estado formula, y así se llega a no admitir otros derechos que los meramente positivos. Si se excluye al Autor de la naturaleza, no cabe seguir hablando de un derecho propiamente natural. Éste cae por su base.

Ningún derecho es positivo si empieza por oponerse a lo que por naturaleza es un derecho. Como ya señaló Santo Tomás, lo que se llama el derecho positivo se da como una actualización o determinación del derecho naturalmente humano. La interpretación puramente positivista y estatista de lo jurídico es un abuso que atenta contra las atribuciones naturales de la persona humana.

La iniciativa privada

Javier Úbeda Ibáñez
Javier Úbeda
martes, 21 de julio de 2009, 00:45 h (CET)
A la corta o a la larga, el colectivismo desemboca en la atribución de unos poderes absolutos al Estado. Su sentido es, por tanto, el de una ideología que, en vez de limitarse a conferirle al Estado la función organizadora del mínimo indispensable de solidaridad (sentimiento nobilísimo y también eminente virtud, cuando no se queda en algo momentáneo) forzosa o coactiva, sobrecarga al Poder con el monopolio de toda forma de solidaridad, dejando a los ciudadanos reducidos a la condición de simples piezas de una impersonal y anónima maquinaria. En este sentido, el Estado estataliza a la sociedad entera, convirtiéndola a la vez en algo estático, porque la desposee de sus actividades naturales y la deja en la situación de un instrumento pasivo, enteramente en las manos de los que ejercen las funciones del gobierno.

Entregada a un Estado que posee unos omnímodos y absolutos poderes, pierde la sociedad su natural capacidad creadora, cegándose así la fuente de su agilidad y de su energía, que estriba, en resolución, en la iniciativa privada.

El término iniciativa privada es inevitable para dar expresión a toda iniciativa que no sea la estatal; y su uso resulta necesario para todo el que no comparta la mentalidad colectivista. Por lo demás, el hecho de que una iniciativa sea privada no quiere decir, en modo alguno, que no pueda tener una función social, ni que esté desprovista de una responsabilidad de esa misma índole. Por el contrario, es perfectamente posible y deseable que la sociedad se beneficie de las iniciativas privadas dirigidas al interés general o bien común.

Desde el punto de vista de la fundamentación teórica de la validez de la iniciativa privada, lo que ante todo se hace imprescindible comprender es que el titular primario o inmediato de los derechos humanos es el hombre individual y concreto, no las agrupaciones de los hombres, ni las instituciones u organismos que éstos puedan constituir. No se trata, con ello, de ningún individualismo, sino, sencillamente, de un realismo que se apoya en el hecho de que los grupos humanos están constituidos por personas, es decir, por realidades cuyo sentido no se agota en ser partes o miembros de un conjunto.

Toda persona humana individual y concreta posee naturalmente unos derechos que no le vienen de su agrupación con otros seres humanos. Tan no le vienen que siguen dándose, como tales derechos, frente a cualquier género o especie de esas agrupaciones, y ello de tal manera que resulta antinatural toda sociedad que no los respete. Y lo mismo acontece con las responsabilidades. Éstas proceden, fundamentalmente, de la dignidad de la persona humana individual, es decir, de una dignidad que el hombre tiene porque el Creador se la ha dado y no por ser un elemento o una parte del conjunto social. Ciertamente, las responsabilidades naturales se ejercen en este ámbito o conjunto que los hombres integran, pero no vienen de él, sino del hecho de que somos hombres y, en cuanto tales, seres provistos de unas atribuciones resultantes de nuestra específica índole y naturaleza.

Pues bien, en nombre de la solidaridad, todas las formas del colectivismo terminan por diluir la conciencia de las responsabilidades del individuo humano. Porque se trata de una concepción según la cual el Estado representa la fuente y el origen de todos nuestros derechos.

Cuando se niega al Creador y el vacío que éste deja lo ocupa el Estado, no es de extrañar que se piense que sólo son auténticos derechos los que el Estado formula, y así se llega a no admitir otros derechos que los meramente positivos. Si se excluye al Autor de la naturaleza, no cabe seguir hablando de un derecho propiamente natural. Éste cae por su base.

Ningún derecho es positivo si empieza por oponerse a lo que por naturaleza es un derecho. Como ya señaló Santo Tomás, lo que se llama el derecho positivo se da como una actualización o determinación del derecho naturalmente humano. La interpretación puramente positivista y estatista de lo jurídico es un abuso que atenta contra las atribuciones naturales de la persona humana.

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