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Pedro de Hoyos

Un santo laico para una sociedad laica

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La lectura de un blog amigo me ha hecho reflexionar sobre la poca atención que quienes participamos en los medios de comunicación prestamos a acontecimientos dignos de titulares a cinco columnas, y que sin embargo, quizá llevados por la vorágine de la inmediatez relegamos a un segundo plano. Me estoy refiriendo a la muerte de Vicente Ferrer, el santo laico.

Pocas personas han tenido en sus manos la capacidad de cambiar el mundo tan directamente como él. Perdonen, rectifico. Quiero decir que pocas personas se han entregado tan directamente para cambiar el mundo y para cambiarlo tan directamente, también. Cierto que la marcha económica o social de un país se cambia de manera muy importante desde la firma de un Boletín Oficial, desde la confortabilidad de una residencia oficial, pero la inmediatez y la eficacia se obtienen cuando se pisa el terreno en el que se interviene, cuando se habla con los que padecen las injusticias, cuando se acaricia la mano de los enfermos que padecen sin medicinas o sin médicos.

Vicente Ferrer ha cambiado la vida de millones de personas, ha cambiado el futuro de los que no tenían futuro y ha dado esperanza a los que desesperaban. Y sin embargo su anunciada muerte apenas ha resistido la actualidad, la inmediatez, la fugacidad de un titular apresurado en unan esquina de los diarios y de los blogs que estábamos muy ocupados con el fútbol, con el falcon de Zapa o los trajes de Camps.

Y efectivamente, como se dice en el blog del que les estoy hablando echo en falta una reacción oficial, poderosa, contundente y noble de la Iglesia Católica reconociendo los innumerables, enormes y sacrificadísimos méritos de la eficaz labor de Vicente Ferrer. La misma parafernalia, trompetería y oropel que desenvolvió la Iglesia cuando murió la madre Teresa de Calcuta se echa en falta ahora. Ni sé ni quiero saber (me niego a preguntármelo) la religiosidad del exjesuita, no me preocupa ni me afecta: era un santo, uno de esos santos que tanto necesita la Iglesia proclamar, porque ha entregado su vida al servicio de los demás, de los más pobres de los más míseros, de aquellos que no tienen nadie más que se ocupe de ellos.

José Bono, cuya esposa era colaboradora de la obra de Ferrer, estuvo en sus funerales en representación de las autoridades del Estado. Aún así ha faltado que calara en la opinión pública la importancia de este hombre que llegaba donde no llegaban los Estados, que cubría sus ausencias porque atendía a los que carecían de importancia para la humanidad.

Se ha muerto quien debía ser un ejemplo para todos nosotros y ha pasado inadvertido. Los periodistas de los grandes titulares, lo jóvenes del botellón, los políticos, honrados y corruptos, los padres de familia, los funcionarios, los de la hipoteca imposible de pagar, los de los beneficios imposibles de creer deberíamos aprender de memoria la vida de este santo laico y tomar ejemplo. Él debería ser el patrón por el que todos deberíamos ser medidos. Bueno, quizá no tanto, no pasaríamos el listón ni uno.

Un santo laico para una sociedad laica

Pedro de Hoyos
Pedro de Hoyos
sábado, 27 de junio de 2009, 00:20 h (CET)
La lectura de un blog amigo me ha hecho reflexionar sobre la poca atención que quienes participamos en los medios de comunicación prestamos a acontecimientos dignos de titulares a cinco columnas, y que sin embargo, quizá llevados por la vorágine de la inmediatez relegamos a un segundo plano. Me estoy refiriendo a la muerte de Vicente Ferrer, el santo laico.

Pocas personas han tenido en sus manos la capacidad de cambiar el mundo tan directamente como él. Perdonen, rectifico. Quiero decir que pocas personas se han entregado tan directamente para cambiar el mundo y para cambiarlo tan directamente, también. Cierto que la marcha económica o social de un país se cambia de manera muy importante desde la firma de un Boletín Oficial, desde la confortabilidad de una residencia oficial, pero la inmediatez y la eficacia se obtienen cuando se pisa el terreno en el que se interviene, cuando se habla con los que padecen las injusticias, cuando se acaricia la mano de los enfermos que padecen sin medicinas o sin médicos.

Vicente Ferrer ha cambiado la vida de millones de personas, ha cambiado el futuro de los que no tenían futuro y ha dado esperanza a los que desesperaban. Y sin embargo su anunciada muerte apenas ha resistido la actualidad, la inmediatez, la fugacidad de un titular apresurado en unan esquina de los diarios y de los blogs que estábamos muy ocupados con el fútbol, con el falcon de Zapa o los trajes de Camps.

Y efectivamente, como se dice en el blog del que les estoy hablando echo en falta una reacción oficial, poderosa, contundente y noble de la Iglesia Católica reconociendo los innumerables, enormes y sacrificadísimos méritos de la eficaz labor de Vicente Ferrer. La misma parafernalia, trompetería y oropel que desenvolvió la Iglesia cuando murió la madre Teresa de Calcuta se echa en falta ahora. Ni sé ni quiero saber (me niego a preguntármelo) la religiosidad del exjesuita, no me preocupa ni me afecta: era un santo, uno de esos santos que tanto necesita la Iglesia proclamar, porque ha entregado su vida al servicio de los demás, de los más pobres de los más míseros, de aquellos que no tienen nadie más que se ocupe de ellos.

José Bono, cuya esposa era colaboradora de la obra de Ferrer, estuvo en sus funerales en representación de las autoridades del Estado. Aún así ha faltado que calara en la opinión pública la importancia de este hombre que llegaba donde no llegaban los Estados, que cubría sus ausencias porque atendía a los que carecían de importancia para la humanidad.

Se ha muerto quien debía ser un ejemplo para todos nosotros y ha pasado inadvertido. Los periodistas de los grandes titulares, lo jóvenes del botellón, los políticos, honrados y corruptos, los padres de familia, los funcionarios, los de la hipoteca imposible de pagar, los de los beneficios imposibles de creer deberíamos aprender de memoria la vida de este santo laico y tomar ejemplo. Él debería ser el patrón por el que todos deberíamos ser medidos. Bueno, quizá no tanto, no pasaríamos el listón ni uno.

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