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“Nunca ha habido un mismo amanecer. La cara de cada persona: es distinta. Cada quien tiene su propia belleza. Nunca ha habido dos flores iguales. La naturaleza no tolera la igualdad. Hasta dos pasos son distintos” Leo Buscaglia. Escritor estadounidense

¿Qué fue del comercio local?

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Cuando las luces de los comercios se apagan y sus puertas se cierran, la sangre deja de afluir por las arterias de ese cuerpo vivo que es la urbe, para sumirse en el callado letargo de la noche. Diríase que la vida se detiene por unas horas para volver a resurgir con el empuje del nuevo amanecer. Y es que el comercio es el corazón que impulsa la vida de una ciudad.

Antaño, el comercio local tenía una profunda importancia para la vida de la comunidad, no solo en el aspecto económico, sino que incidía notoriamente en las relaciones humanas de sus habitantes y configuraba una parte distintiva del carácter de la localidad.

Hace décadas, cuando aún no habían irrumpido en las fachadas los letreros y las portadas de las franquicias de las multinacionales, recuerdo las calles llenas de vida y actividad, con ese abigarrado y multicolor conjunto de pequeños negocios y tiendas que nutrían de servicios y vigor la historia de mi ciudad. Tiendas especializadas en determinadas actividades comerciales o productos, en las que podías entrar con toda confianza porque conocías de siempre al dueño del establecimiento o eras amigo de alguno de los dependientes. No existían las tarjetas, pero tampoco era imprescindible llevar dinero. Lo que uno precisase lo apuntaban en una manoseada libreta y se iba pagando poco a poco. Los vínculos entre comerciantes, dependientes y clientes, eran tan sólidos que formaban una particular especie de familia.

La mayoría de ellas, eran empresas modestas, pero en su conjunto tenían una importancia decisiva porque constituían el corazón económico de la ciudad del que al final, todos dependían.

Con la evolución, la vieja libreta se vio sustituida por las ventas a plazos, en las que uno firmaba un contrato y más letras que hojas tenía el taco del calendario. La tranquilidad de pagar cuando se podía, la suplimos por el sinvivir del día del mes en que vencía la letra “con gastos”, de la lavadora, las cortinas del salón o el frigorífico. Letras que nos veíamos y nos deseábamos para podérsela pagar al cobrador del banco.

Sí, porque hubo un tiempo en que los bancos tenían cobradores que pasaban a hacer efectivo el cobro de tu compra.

Todos aquellos establecimientos especializados fueron sucumbiendo a la modernidad que representaron primero las grandes superficies y ahora ese comercio impersonal y reiterativo, poco original y muchas veces algo más que vulgar, conocido como “franquicias”, y en el que uno ignora siempre quien hay detrás, porque lo atiende una joven a la que nos has visto en tu vida y que si la buscas y tienes la suerte de que te pueda atender, lo mismo te despacha —si aparece en el ordenador— un sofisticado móvil, que una delicada prenda íntima de lencería o unas tijeras de podar, pero no le preguntes por alguna de las características de lo que estás comprando, porque la respuesta podría hacer que los ojos se te pusieran como platos.

Antiguamente, el comercio era un reflejo cultural y costumbrista de una sociedad específica. En Segovia encontrabas tiendas especializadas en vender las judías de La Granja, en Granada confiterías donde te deleitabas con los clásicos Piononos y huevos de nata, en Madrid los bares con sus sabrosos bocadillos de calamares y ese vermú que no encuentras en fuera de la Villa y Corte, y así podríamos recorrer la geografía española destacando las especifidades de cada lugar.

Hoy lo mismo da deambular por la rambla de Cataluña que por el Paseo de Almería, por Travesía de Vigo, la calle Sierpes de Sevilla o por Preciados, Serrano o la Gran Vía de Madrid. El fenómeno de las franquicias ha sustituido la cercana y familiar personalidad del comercio local por imágenes uniformes de las mismas tiendas en toda España. Imágenes impersonales, frías, en las que siempre encontraremos los mismos artículos.

Hemos pasado de coleccionar amaneceres cambiantes a coleccionar días iguales y repetidos.

El comercio actual ha adoptado la uniformidad en perjuicio de la diversidad y con ella, ha prescindido de la atención personal que antaño recibía el cliente, por parte de ese dependiente que te conocía de toda la vida y sabía de nuestras preferencias, tanto como uno mismo.

Es evidente que el común criterio de uniformidad que se ha impuesto en el comercio, tiende a reprimir el florecimiento de la personalidad, la iniciativa individual y el pluralismo de la diversidad.

Un proceso con el que cada ciudad ha dejado de tener conciencia de sí misma.

¿Qué fue del comercio local?

“Nunca ha habido un mismo amanecer. La cara de cada persona: es distinta. Cada quien tiene su propia belleza. Nunca ha habido dos flores iguales. La naturaleza no tolera la igualdad. Hasta dos pasos son distintos” Leo Buscaglia. Escritor estadounidense
César Valdeolmillos
miércoles, 25 de mayo de 2016, 09:08 h (CET)
Cuando las luces de los comercios se apagan y sus puertas se cierran, la sangre deja de afluir por las arterias de ese cuerpo vivo que es la urbe, para sumirse en el callado letargo de la noche. Diríase que la vida se detiene por unas horas para volver a resurgir con el empuje del nuevo amanecer. Y es que el comercio es el corazón que impulsa la vida de una ciudad.

Antaño, el comercio local tenía una profunda importancia para la vida de la comunidad, no solo en el aspecto económico, sino que incidía notoriamente en las relaciones humanas de sus habitantes y configuraba una parte distintiva del carácter de la localidad.

Hace décadas, cuando aún no habían irrumpido en las fachadas los letreros y las portadas de las franquicias de las multinacionales, recuerdo las calles llenas de vida y actividad, con ese abigarrado y multicolor conjunto de pequeños negocios y tiendas que nutrían de servicios y vigor la historia de mi ciudad. Tiendas especializadas en determinadas actividades comerciales o productos, en las que podías entrar con toda confianza porque conocías de siempre al dueño del establecimiento o eras amigo de alguno de los dependientes. No existían las tarjetas, pero tampoco era imprescindible llevar dinero. Lo que uno precisase lo apuntaban en una manoseada libreta y se iba pagando poco a poco. Los vínculos entre comerciantes, dependientes y clientes, eran tan sólidos que formaban una particular especie de familia.

La mayoría de ellas, eran empresas modestas, pero en su conjunto tenían una importancia decisiva porque constituían el corazón económico de la ciudad del que al final, todos dependían.

Con la evolución, la vieja libreta se vio sustituida por las ventas a plazos, en las que uno firmaba un contrato y más letras que hojas tenía el taco del calendario. La tranquilidad de pagar cuando se podía, la suplimos por el sinvivir del día del mes en que vencía la letra “con gastos”, de la lavadora, las cortinas del salón o el frigorífico. Letras que nos veíamos y nos deseábamos para podérsela pagar al cobrador del banco.

Sí, porque hubo un tiempo en que los bancos tenían cobradores que pasaban a hacer efectivo el cobro de tu compra.

Todos aquellos establecimientos especializados fueron sucumbiendo a la modernidad que representaron primero las grandes superficies y ahora ese comercio impersonal y reiterativo, poco original y muchas veces algo más que vulgar, conocido como “franquicias”, y en el que uno ignora siempre quien hay detrás, porque lo atiende una joven a la que nos has visto en tu vida y que si la buscas y tienes la suerte de que te pueda atender, lo mismo te despacha —si aparece en el ordenador— un sofisticado móvil, que una delicada prenda íntima de lencería o unas tijeras de podar, pero no le preguntes por alguna de las características de lo que estás comprando, porque la respuesta podría hacer que los ojos se te pusieran como platos.

Antiguamente, el comercio era un reflejo cultural y costumbrista de una sociedad específica. En Segovia encontrabas tiendas especializadas en vender las judías de La Granja, en Granada confiterías donde te deleitabas con los clásicos Piononos y huevos de nata, en Madrid los bares con sus sabrosos bocadillos de calamares y ese vermú que no encuentras en fuera de la Villa y Corte, y así podríamos recorrer la geografía española destacando las especifidades de cada lugar.

Hoy lo mismo da deambular por la rambla de Cataluña que por el Paseo de Almería, por Travesía de Vigo, la calle Sierpes de Sevilla o por Preciados, Serrano o la Gran Vía de Madrid. El fenómeno de las franquicias ha sustituido la cercana y familiar personalidad del comercio local por imágenes uniformes de las mismas tiendas en toda España. Imágenes impersonales, frías, en las que siempre encontraremos los mismos artículos.

Hemos pasado de coleccionar amaneceres cambiantes a coleccionar días iguales y repetidos.

El comercio actual ha adoptado la uniformidad en perjuicio de la diversidad y con ella, ha prescindido de la atención personal que antaño recibía el cliente, por parte de ese dependiente que te conocía de toda la vida y sabía de nuestras preferencias, tanto como uno mismo.

Es evidente que el común criterio de uniformidad que se ha impuesto en el comercio, tiende a reprimir el florecimiento de la personalidad, la iniciativa individual y el pluralismo de la diversidad.

Un proceso con el que cada ciudad ha dejado de tener conciencia de sí misma.

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