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Opinión
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Aunque el dolor de la pérdida es grande, destaca el agradecimiento por los años vividos juntos

Muerte del cónyuge

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La muerte del cónyuge es lo más duro, solo comparable con la pérdida de un hijo. Puede llegar a ser un dolor tan fuerte que a uno la muerte de la compañera le había roto el corazón… literalmente. Dice Gabriel Marcel: “tu muerte es mi muerte”; siempre que muere un ser querido muere alguien en nuestro interior, pero cuando es el cónyuge puede el sobreviviente morir con él… Por eso dice Alice von Hildebrand: “cuando pierdo a la persona que me es más querida, también se produce una muerte en mí, una muerte espiritual que testifica la profundidad del lazo que nos unía y la profundidad de mi pena. Si la muerte es la separación del alma y del cuerpo, ¿sorprende que experimente una especie de muerte al ser separada de la persona con la que yo formaba un solo cuerpo? Pero la pregunta fundamental de la viudedad cristiana estriba precisamente en hacer de esta muerte una nueva fuente de vida…” Y, citando “si el grano que cae al suelo no muere, no dará fruto” (Juan 12,24),  invitaba a “convertir la preciosa agua de tus lágrimas en un buen riego para una cosecha abundante” (p. 24).


Aunque el dolor de la pérdida es grande, destaca el agradecimiento por los años vividos juntos: “cuando te comparas con aquellos que nunca han probado la dulzura del amor conyugal, con aquellos que nunca han sido ‘todo’ para otro ser humano como cuando uno lo es ‘todo para el ser querido’, caes en la cuenta de lo afortunada que eres por haber experimentado estas cosas, y que estas experiencias no están muertas. Y que todavía pueden profundizarse más y enriquecer tu vida si tú no lo permites. Estos tesoros siguen siendo enteramente tuyos” y aunque si bien es cierto lo de Dante: “no hay mayor dolor que recordar un tiempo feliz en la infelicidad” (Inferno V.121); “por otro lado es también verdad que, si esos recuerdos felices logran provocar nuestra gratitud, calentarán nuestros corazones y los llenarán de alegría” (p. 30).


Además hay un modo de saber si hemos hecho lo correcto, en cualquier cosa de la vida: la paz que queda en el alma. Los recuerdos de los momentos felices del matrimonio tienen que dar paz, gratitud, alejar la amargura y resentimiento, que serían respuestas negativas e incorrectas.


Se sublimiza su persona por el recuerdo, la ausencia infinita se va haciendo presencia poco a poco, más en el corazón que en las imágenes, que quedan en las fotografías, que con frecuencia se miran en compañía de los seres queridos, familia y amigos.


No es muy extraño que muera el otro cónyuge al mismo tiempo -son abundantes los casos que conozco-, o a poca distancia. Helen Felumiee falleció una mañana de primavera de 2014, con 92 años, sabiendo que su marido Kenneth no tardaría mucho tiempo en seguirla, como así fue, a las 12 horas. Habían estado 40 años juntos. De una parte, quieren seguir juntos. De otra, muestra el grado de capacidad que tenemos en esos momentos, de retener la vida, o de dejarla ir… Cuando un hijo se muere y la pareja se mantiene unida, hay dos a los que les está pasando lo mismo, hay alguien que puede comprender lo que nos pasa. En cambio cuando la pareja es la que muere, a nadie, repito, a nadie, le está pasando lo mismo, estamos verdaderamente solos en nuestro dolor. Estas palabras muestran por qué con frecuencia el que sobrevive muere poco después.


Cuando la realidad conocida se rompe, lo seguro y ordenado se vuelve caótico. El mundo parece hostil y nada puede aliviar la incertidumbre y la inseguridad. Y cuando la responsabilidad de mantener el provisional orden ahora compartida con otro que ya no está, aparecen la desesperación y el vacío.


A. von Hildebrand, en Cartas para el recuerdo, cuando la muerte nos separa, cuenta: “es terrible despertar por las mañanas, alargar la mano para acariciar la mano del amado y sentir el vacío”. Cuenta que lo peor de pasar una mala noche así es saber que no es solo una pesadilla. Se quiere dar marcha atrás al reloj, y asoman a la cabeza las palabras “nunca, nunca más”. Sigue considerando como la fe da una fuerza para pensar que el amor es más fuerte que la muerte (Cantares 8.6).


Y cuando no se siente al difunto marido al lado, ella se dirá: “No, sé que él sigue aquí (de otro modo). Él es invisible, pero le puedo amar más que nunca. Ahora debo aprender un nuevo lenguaje, una nueva manera de comunicarme con él. Me llevará tiempo, pero, con la fe y con la ayuda de Dios, lo lograré; y una vez haya aprendido ese lenguaje, nada, absolutamente nada nos puede impedir establecer una nueva relación en el velado silencio de la eternidad”.


Se puede sentir que el amor es más fuerte que la muerte, mitigar así el dolor y saber encontrar que ese lazo nunca se rompe, y eso da consuelo a pesar de lo que se dice:"El dolor de la pérdida de la pareja desgarra y uno se pregunta cómo seguir viviendo".


El amor es visto como participación de algo divino y eterno, porque no concebimos amar a alguien que dejará de ser cuando su carne y huesos dejen de tener vida. Sin vida eterna, es posible el amor, pero no es tan completo, está cojo. Pues el amor trasciende el tiempo, tiende a prolongarse para siempre, si no, ¿es verdadero amor? No es un “adiós” cuando desaparece alguien, está en otra dimensión, presente en su ausencia, como decimos en la liturgia: la vida se transforma, no desaparece.


Dicen que un hombre que pierde a su mujer puede sentirse desconsolado, pero difícilmente desamparado porque las mujeres estructuran su subjetividad en torno a los vínculos (aunque hay mujeres que pueden tener una capacidad de viajar y divertirse a la muerte del marido, en un tiempo muy rápido), mientras que los hombres la construyen en torno de su trabajo. Pero basta leer las palabras que siguen para darse cuenta del profundo dolor que puede sufrir un hombre cuando muere su mujer: "El silencio hiere los oídos, el hogar se convierte sólo en una casa", dicen algunos refiriéndose a que la vida ya es distinta, más vacía por la ausencia: "el llanto y la rabia se vuelven tu diaria compañía". Yano puedes definir si sientes pena por la persona que se fue o por ti mismo.Aparecen muchas preguntas, del tipo: "¿cómo seguir respirando, caminando, haciendo lo cotidiano sin ella? ¿Mi capacidad de amar podría seguir existiendo?" Otros sentimientos de vaciedad se expresan así: "uno se siente como una baraja de naipes arrojada al aire".


No se puede preguntar “¿cuánto va a durar eso?”, pues depende de cada uno. “Hay heridas que no pueden cicatrizarse a este lado de la tumba” (Gabriel Marcel). Pero si se aceptan amorosamente esas heridas se vuelven luminosas, no quedan infectadas o envenenadas, sino que son fructíferas; aunque las espinas nos duelan, la fe permite ver las rosas que llevan en su tallo.


Puede ser que se diga, hace A. von Hildebrand, que “el tiempo se me hace eterno sin él”: “en cada momento, de día y de noche, un granito de arena está cayendo, y cada instante que pasa me acerca al glorioso momento en el que veré de nuevo su amado rostro (…) cuando nuestros queridos esposos nos vean de nuevo en la eternidad, nos habremos convertido en lo que en su amor claramente discernieron que debíamos ser, es decir, estaremos más cerca de la idea que ellos tenían de nosotros. ¿El esfuerzo no merece entonces la pena?” (p. 59-60).

Muerte del cónyuge

Aunque el dolor de la pérdida es grande, destaca el agradecimiento por los años vividos juntos
Llucià Pou Sabaté
viernes, 13 de octubre de 2023, 09:15 h (CET)

La muerte del cónyuge es lo más duro, solo comparable con la pérdida de un hijo. Puede llegar a ser un dolor tan fuerte que a uno la muerte de la compañera le había roto el corazón… literalmente. Dice Gabriel Marcel: “tu muerte es mi muerte”; siempre que muere un ser querido muere alguien en nuestro interior, pero cuando es el cónyuge puede el sobreviviente morir con él… Por eso dice Alice von Hildebrand: “cuando pierdo a la persona que me es más querida, también se produce una muerte en mí, una muerte espiritual que testifica la profundidad del lazo que nos unía y la profundidad de mi pena. Si la muerte es la separación del alma y del cuerpo, ¿sorprende que experimente una especie de muerte al ser separada de la persona con la que yo formaba un solo cuerpo? Pero la pregunta fundamental de la viudedad cristiana estriba precisamente en hacer de esta muerte una nueva fuente de vida…” Y, citando “si el grano que cae al suelo no muere, no dará fruto” (Juan 12,24),  invitaba a “convertir la preciosa agua de tus lágrimas en un buen riego para una cosecha abundante” (p. 24).


Aunque el dolor de la pérdida es grande, destaca el agradecimiento por los años vividos juntos: “cuando te comparas con aquellos que nunca han probado la dulzura del amor conyugal, con aquellos que nunca han sido ‘todo’ para otro ser humano como cuando uno lo es ‘todo para el ser querido’, caes en la cuenta de lo afortunada que eres por haber experimentado estas cosas, y que estas experiencias no están muertas. Y que todavía pueden profundizarse más y enriquecer tu vida si tú no lo permites. Estos tesoros siguen siendo enteramente tuyos” y aunque si bien es cierto lo de Dante: “no hay mayor dolor que recordar un tiempo feliz en la infelicidad” (Inferno V.121); “por otro lado es también verdad que, si esos recuerdos felices logran provocar nuestra gratitud, calentarán nuestros corazones y los llenarán de alegría” (p. 30).


Además hay un modo de saber si hemos hecho lo correcto, en cualquier cosa de la vida: la paz que queda en el alma. Los recuerdos de los momentos felices del matrimonio tienen que dar paz, gratitud, alejar la amargura y resentimiento, que serían respuestas negativas e incorrectas.


Se sublimiza su persona por el recuerdo, la ausencia infinita se va haciendo presencia poco a poco, más en el corazón que en las imágenes, que quedan en las fotografías, que con frecuencia se miran en compañía de los seres queridos, familia y amigos.


No es muy extraño que muera el otro cónyuge al mismo tiempo -son abundantes los casos que conozco-, o a poca distancia. Helen Felumiee falleció una mañana de primavera de 2014, con 92 años, sabiendo que su marido Kenneth no tardaría mucho tiempo en seguirla, como así fue, a las 12 horas. Habían estado 40 años juntos. De una parte, quieren seguir juntos. De otra, muestra el grado de capacidad que tenemos en esos momentos, de retener la vida, o de dejarla ir… Cuando un hijo se muere y la pareja se mantiene unida, hay dos a los que les está pasando lo mismo, hay alguien que puede comprender lo que nos pasa. En cambio cuando la pareja es la que muere, a nadie, repito, a nadie, le está pasando lo mismo, estamos verdaderamente solos en nuestro dolor. Estas palabras muestran por qué con frecuencia el que sobrevive muere poco después.


Cuando la realidad conocida se rompe, lo seguro y ordenado se vuelve caótico. El mundo parece hostil y nada puede aliviar la incertidumbre y la inseguridad. Y cuando la responsabilidad de mantener el provisional orden ahora compartida con otro que ya no está, aparecen la desesperación y el vacío.


A. von Hildebrand, en Cartas para el recuerdo, cuando la muerte nos separa, cuenta: “es terrible despertar por las mañanas, alargar la mano para acariciar la mano del amado y sentir el vacío”. Cuenta que lo peor de pasar una mala noche así es saber que no es solo una pesadilla. Se quiere dar marcha atrás al reloj, y asoman a la cabeza las palabras “nunca, nunca más”. Sigue considerando como la fe da una fuerza para pensar que el amor es más fuerte que la muerte (Cantares 8.6).


Y cuando no se siente al difunto marido al lado, ella se dirá: “No, sé que él sigue aquí (de otro modo). Él es invisible, pero le puedo amar más que nunca. Ahora debo aprender un nuevo lenguaje, una nueva manera de comunicarme con él. Me llevará tiempo, pero, con la fe y con la ayuda de Dios, lo lograré; y una vez haya aprendido ese lenguaje, nada, absolutamente nada nos puede impedir establecer una nueva relación en el velado silencio de la eternidad”.


Se puede sentir que el amor es más fuerte que la muerte, mitigar así el dolor y saber encontrar que ese lazo nunca se rompe, y eso da consuelo a pesar de lo que se dice:"El dolor de la pérdida de la pareja desgarra y uno se pregunta cómo seguir viviendo".


El amor es visto como participación de algo divino y eterno, porque no concebimos amar a alguien que dejará de ser cuando su carne y huesos dejen de tener vida. Sin vida eterna, es posible el amor, pero no es tan completo, está cojo. Pues el amor trasciende el tiempo, tiende a prolongarse para siempre, si no, ¿es verdadero amor? No es un “adiós” cuando desaparece alguien, está en otra dimensión, presente en su ausencia, como decimos en la liturgia: la vida se transforma, no desaparece.


Dicen que un hombre que pierde a su mujer puede sentirse desconsolado, pero difícilmente desamparado porque las mujeres estructuran su subjetividad en torno a los vínculos (aunque hay mujeres que pueden tener una capacidad de viajar y divertirse a la muerte del marido, en un tiempo muy rápido), mientras que los hombres la construyen en torno de su trabajo. Pero basta leer las palabras que siguen para darse cuenta del profundo dolor que puede sufrir un hombre cuando muere su mujer: "El silencio hiere los oídos, el hogar se convierte sólo en una casa", dicen algunos refiriéndose a que la vida ya es distinta, más vacía por la ausencia: "el llanto y la rabia se vuelven tu diaria compañía". Yano puedes definir si sientes pena por la persona que se fue o por ti mismo.Aparecen muchas preguntas, del tipo: "¿cómo seguir respirando, caminando, haciendo lo cotidiano sin ella? ¿Mi capacidad de amar podría seguir existiendo?" Otros sentimientos de vaciedad se expresan así: "uno se siente como una baraja de naipes arrojada al aire".


No se puede preguntar “¿cuánto va a durar eso?”, pues depende de cada uno. “Hay heridas que no pueden cicatrizarse a este lado de la tumba” (Gabriel Marcel). Pero si se aceptan amorosamente esas heridas se vuelven luminosas, no quedan infectadas o envenenadas, sino que son fructíferas; aunque las espinas nos duelan, la fe permite ver las rosas que llevan en su tallo.


Puede ser que se diga, hace A. von Hildebrand, que “el tiempo se me hace eterno sin él”: “en cada momento, de día y de noche, un granito de arena está cayendo, y cada instante que pasa me acerca al glorioso momento en el que veré de nuevo su amado rostro (…) cuando nuestros queridos esposos nos vean de nuevo en la eternidad, nos habremos convertido en lo que en su amor claramente discernieron que debíamos ser, es decir, estaremos más cerca de la idea que ellos tenían de nosotros. ¿El esfuerzo no merece entonces la pena?” (p. 59-60).

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