La violencia en contra de los inmigrantes en Sudáfrica no es de asombrar, dicho factor ha sido característico del país en la era post-Apartheid. Sin embargo en mayo del 2008, la violencia llegó a su clímax, cuando un incidente aislado en el township (Aéreas densamente pobladas donde tenía que vivir cualquier que no fuera a de la raza blanca, durante el Apartheid) de Alexandra en Johannesburgo, repercutió en todo el país, desencadenando una ola de violencia que según la OIM (Organización Internacional para la Migración) resultó en 62 muertos, 670 heridos, docenas de mujeres violadas y al menos 100,000 desplazados, además de hogares y tierras destruidas, saqueadas u ocupadas por locales.
La discriminación fue durante muchos años un factor institucionalizado, cuyo fantasma todavía ronda cualquier rincón, y que jugó un papel determinante en los ataques de mayo del año pasado. Los inmigrantes se han convertido en una especie de chivo expiatorio a quienes se les hace responsables de todos los problemas sociales que aquejan al país como el desempleo, la falta de vivienda y una de las tasas de crimen más elevadas del mundo.
Desde el fin del Apartheid; una política de segregación racial impuesta por el gobierno en 1948, donde el color de la piel dictaba dónde les estaba permitido a las personas vivir, trabajar e incluso ser enterrados, inmigrantes procedentes de todo el continente africano, se dirigieron hacia Sudáfrica en busca del “sueño africano”.
Dicho país, representaba un ejemplo a seguir, después de haber logrado sobreponerse a décadas de segregación y haberse convertido en una joven democracia, pasó a ser considerado una economía emergente con relativa prosperidad, cuyo atractivo atrajo a millones de africanos procedentes en su mayoría de países como Zimbabue, Mozambique y Nigeria. Aunque no existen cifras exactas, el Instituto Sudafricano para las Relaciones Raciales calcula que los inmigrantes representan de 3 a 5 millones de la población, casi el equivalente a la cantidad de blancos en el país, convirtiéndose en un rasgo permanente de la población.
Según la OIM (Organización Internacional para la Migración), en los townships los niveles de desempleo alcanzan el 70%, creando una situación de pobreza generalizada. Aquellos pocos que cuentan con un empleo trabajan en poblados cercanos y en la ciudad como trabajadores domésticos, campesinos, guardias de seguridad entre otros y la mayoría de estos empleos son de medio tiempo y temporales.
Algunos de los desempleados sobreviven con base en donaciones o los llamados Social Grants (bono mensual otorgado por el gobierno a las personas más pobres, niños, discapacitados o de la tercera edad). Según cifras oficiales, alrededor de 13.4 millones de sudafricanos reciben algún tipo de bonos de asistencia mensual, y aunque dicho bono no es suficiente para combatir la pobreza en que viven estas comunidades, ya que puede variar entre US$15 a US$80 mensuales, representa para muchos la diferencia entre comer o no comer.
El sueño africano, se convirtió en una pesadilla para muchos, y lo que algún día representó una tierra prometida, a donde arribar implicó sacrificios enormes; llegando con las manos vacías y la esperanza de un mejor porvenir solamente, se transformó en una situación de terror donde miles temían por sus vidas, y se vieron obligados a regresar a su país de origen, del cual habían huido para alejarse de la pobreza, hambruna, inestabilidad política e inseguridad. Tal fue el caso de miles de personas procedentes de Zimbabwe, que lograron escapar de la dictadura de Mugabe, sólo para encontrarse con un rechazo, y para unos cuantos la muerte.
“No olvidemos la grandeza de una nación que superó sus divisiones. No permitamos jamás descender en una división destructiva. Recordemos el horror del cual provenimos”, fueron las palabras del Ex Presidente Nelson Mandela, después de los ataques xenofóbicos del 2008. Y es que resulta contradictorio; las victimas que en un pasado no tan lejano fueron sujetos a discriminación, hoy se convierten en victimarios, y personifican las cicatrices de un régimen segregacionista y racista, cuyo daño fracturó y permeó el tejido social de tal manera, que impiden la madurez de dicha democracia para lograr transformarla en un régimen inclusivo que sea capaz de representar los intereses, no sólo de las minorías más poderosas del país.
La Sudáfrica contemporánea ha recorrido un largo camino desde 1991, cuando fue abolido el régimen de Apartheid, sin embargo enfrenta aún grandes retos para convertirse en una nación unida, estable y que celebra su diversidad. El discurso político siempre llama a la unidad, sin embargo esta se encuentra resquebrajada, hoy más que hace algún tiempo. Un año ha pasado desde los ataques xenofóbicos, y la situación no ha cambiado para la mayoría de los inmigrantes y refugiados. Unos cuantos pudieron regresar a sus hogares, otros a sus países de origen, pero muchos se convirtieron ahora en desplazados, y no tienen siquiera el estatus de refugiado o buscadores de asilo, convirtiéndose en ilegales dentro del país.
Es posible afirmar que los inmigrantes, especialmente aquellos que viven en los townships son considerados los parias de la sociedad multicultural sudafricana. Para la elite, son los culpables de los altos niveles de criminalidad, y la impunidad que inunda al país, para los más pobres son los que roban empleos y las escasas oportunidades que existen e inclusive para servidores públicos como la policía son aquellos contra quienes es posible en la mayoría de los casos violar derechos humanos sin repercusión alguna. Sin embargo, hoy, representan una minoría importante, que equipara en cantidad a la de la raza blanca en Sudáfrica, así resulta inminente que se les asimile, si es que algún día la sociedad y el gobierno planean llevar al país al desarrollo generalizado e inclusivo de la democracia, la economía y las estructuras sociales. De lo contrario, dicha nación se convertirá en una bomba de tiempo, donde cada día que pasa que continua imperando la impunidad, la desigualdad y la discriminación, se sientan las bases para un territorio volátil y peligroso, a punto de estallar, donde las diferencias que se han ido acentuado, servirán como detonante para desencadenar otro conflicto social en África.
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