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Remedios Falaguera

Santa Catalina de Siena, una gran mujer

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"Os ruego, pues hermanos, por el nombre de nuestro señor Jesucristo que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis en un mismo pensar y sentir."( I Cor 1:10)

Desde hace ya algunos años, Santa Catalina de Siena es para mí una de las figuras más admiradas y entrañables de la Iglesia Católica. Es más, con el mayor respeto y devoción, me atrevería a decir que se ha convertido en una buena amiga que me concede más de lo que me atrevo a pedirle. Ella sabe muy bien porqué.

A lo largo de su vida, esta mujer sencilla sirvió incansablemente de manera humilde y sacrificada, servicial y generosa, con una entrega sin límites y valiente, al mandato de su Señor, al servicio de la Iglesia y del Romano Pontífice, simplemente por Amor.

Nunca dudó en ofrecer todos los momentos de su vida por la unidad y la fidelidad de la Iglesia hasta la hora de su muerte. Así nos lo indica su oración en el lecho de muerte: "Dios eterno, recibe el sacrificio de mi vida a favor del Cuerpo místico de la santa Iglesia. No tengo otra cosa que darte si no es lo que tú me has dado a mí. Toma mi corazón y estrújalo sobre la faz de esta esposa".

Pero si observamos con detenimiento su vida, nos damos cuenta que exprimió su vida anunciando con orgullo la llamada universal a la santidad, la obediencia al Magisterio de la Iglesia, el cariño filial por el Santo Padre y la certeza de que sin Jesucristo, sin Su Gracia, cualquier proyecto humano es imposible.

Cuentan que una mañana, al despertarse de una experiencia mística, Catalina confió a su Confesor haber escuchado al Señor pronunciando estas palabras: "La celda ya no será tu habitación habitual; al contrario, para la salud de las almas, te tocará salir de tu misma ciudad (...); llevarás el honor de mi nombre y mi doctrina a grandes y pequeños, ya sean laicos, clérigos o religiosos. Pondré en tu boca una sabiduría a la que nadie podrá resistirse. Te llevaré delante de los Pontífices, los Jefes de las Iglesias y el pueblo cristiano, para que, a través de los débiles, como es mi manera de actuar, yo humille la soberbia de los fuertes".

A partir de ese momento, esta joven, que luego fue considerada “antorcha luminosa de la Iglesia”, animada por el amor supo dar respuestas de verdad y esperanza a los problemas humanos y divinos de todas aquellas almas que caminaban sin rumbo, como hizo Su Señor y Maestro: “Al ver a las multitudes se lleno de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas sin pastor”(Mat 9, 36)

Ella, que para los que no somos sabios ni santos, encarno el privilegio de ser "“guardianas del ser humano, de su humanidad”, al que se refería Juan Pablo II en Mulieris Dignitatem, desmostró con audacia, libertad y responsabilidad, y, ¿por qué no decirlo?, con mucho descaro, que la fuerza de la misión de la vida cristiana quedaba debilitada si los miembros de la Iglesia estaban divididos. "Ay de mí no puedo callar. Gritemos con cien mil lenguas - escribe a un alto prelado -. Creo que, por callar, el mundo está corrompido, la esposa de Cristo ha empalidecido, ha perdido el color, porque le están chupando la propia sangre, es decir, la sangre de Cristo".

Esto me trae a la memoria las palabras de Pablo VI: “Evangelizadores: nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia. He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo. (Evangelii Nuntiandi n.77)

Es muy grande la tarea que se nos plantea a los cristianos, al igual que ya pasó con Santa Catalina. Muchos de nosotros nos preguntamos cómo, con qué instrumentos podemos construir la Iglesia, ofrecer la verdad al mundo entero y mantenernos en la unidad.

Una buena manera de empezar podría ser esta:

¡Oh gloriosa virgen Catalina!, a medida que os consideramos, reconocemos en vos a la Mujer Fuerte de los Libros Santos, el prodigio de vuestro siglo, la antorcha luminosa de la Iglesia, la criatura dotada de incomparables dones y que supo reunir las dulces y modestas virtudes de las vírgenes prudentes a la intrepidez y al valor de los héroes. Volved, os rogamos, desde el cielo, vuestros ojos sobre la barca de Pedro, agitada por la tempestad, y sobre su augusto jefe, que ora, vela, gime, exhorta, combate y espera. Mostrad hasta donde llega vuestro poder cerca de Dios, obteniéndonos a todos el celo para adelantar en las virtudes evangélicas, especialmente en la humildad, la prudencia, la paciencia, la bondad y la diligencia en la práctica de los deberes de nuestro estado.

Mantened la concordia de nuestra gran familia y convertid a la Fe a los incrédulos del mundo entero; obtened para nuestra patria la paz verdadera, es decir cristiana, para nuestra Santa Madre la Iglesia el triunfo completo sobre el mal, por la Verdad, el sacrificio y la caridad. Amén.

Santa Catalina de Siena, una gran mujer

Remedios Falaguera
Remedios Falaguera
martes, 5 de mayo de 2009, 07:26 h (CET)
"Os ruego, pues hermanos, por el nombre de nuestro señor Jesucristo que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis en un mismo pensar y sentir."( I Cor 1:10)

Desde hace ya algunos años, Santa Catalina de Siena es para mí una de las figuras más admiradas y entrañables de la Iglesia Católica. Es más, con el mayor respeto y devoción, me atrevería a decir que se ha convertido en una buena amiga que me concede más de lo que me atrevo a pedirle. Ella sabe muy bien porqué.

A lo largo de su vida, esta mujer sencilla sirvió incansablemente de manera humilde y sacrificada, servicial y generosa, con una entrega sin límites y valiente, al mandato de su Señor, al servicio de la Iglesia y del Romano Pontífice, simplemente por Amor.

Nunca dudó en ofrecer todos los momentos de su vida por la unidad y la fidelidad de la Iglesia hasta la hora de su muerte. Así nos lo indica su oración en el lecho de muerte: "Dios eterno, recibe el sacrificio de mi vida a favor del Cuerpo místico de la santa Iglesia. No tengo otra cosa que darte si no es lo que tú me has dado a mí. Toma mi corazón y estrújalo sobre la faz de esta esposa".

Pero si observamos con detenimiento su vida, nos damos cuenta que exprimió su vida anunciando con orgullo la llamada universal a la santidad, la obediencia al Magisterio de la Iglesia, el cariño filial por el Santo Padre y la certeza de que sin Jesucristo, sin Su Gracia, cualquier proyecto humano es imposible.

Cuentan que una mañana, al despertarse de una experiencia mística, Catalina confió a su Confesor haber escuchado al Señor pronunciando estas palabras: "La celda ya no será tu habitación habitual; al contrario, para la salud de las almas, te tocará salir de tu misma ciudad (...); llevarás el honor de mi nombre y mi doctrina a grandes y pequeños, ya sean laicos, clérigos o religiosos. Pondré en tu boca una sabiduría a la que nadie podrá resistirse. Te llevaré delante de los Pontífices, los Jefes de las Iglesias y el pueblo cristiano, para que, a través de los débiles, como es mi manera de actuar, yo humille la soberbia de los fuertes".

A partir de ese momento, esta joven, que luego fue considerada “antorcha luminosa de la Iglesia”, animada por el amor supo dar respuestas de verdad y esperanza a los problemas humanos y divinos de todas aquellas almas que caminaban sin rumbo, como hizo Su Señor y Maestro: “Al ver a las multitudes se lleno de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas sin pastor”(Mat 9, 36)

Ella, que para los que no somos sabios ni santos, encarno el privilegio de ser "“guardianas del ser humano, de su humanidad”, al que se refería Juan Pablo II en Mulieris Dignitatem, desmostró con audacia, libertad y responsabilidad, y, ¿por qué no decirlo?, con mucho descaro, que la fuerza de la misión de la vida cristiana quedaba debilitada si los miembros de la Iglesia estaban divididos. "Ay de mí no puedo callar. Gritemos con cien mil lenguas - escribe a un alto prelado -. Creo que, por callar, el mundo está corrompido, la esposa de Cristo ha empalidecido, ha perdido el color, porque le están chupando la propia sangre, es decir, la sangre de Cristo".

Esto me trae a la memoria las palabras de Pablo VI: “Evangelizadores: nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia. He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo. (Evangelii Nuntiandi n.77)

Es muy grande la tarea que se nos plantea a los cristianos, al igual que ya pasó con Santa Catalina. Muchos de nosotros nos preguntamos cómo, con qué instrumentos podemos construir la Iglesia, ofrecer la verdad al mundo entero y mantenernos en la unidad.

Una buena manera de empezar podría ser esta:

¡Oh gloriosa virgen Catalina!, a medida que os consideramos, reconocemos en vos a la Mujer Fuerte de los Libros Santos, el prodigio de vuestro siglo, la antorcha luminosa de la Iglesia, la criatura dotada de incomparables dones y que supo reunir las dulces y modestas virtudes de las vírgenes prudentes a la intrepidez y al valor de los héroes. Volved, os rogamos, desde el cielo, vuestros ojos sobre la barca de Pedro, agitada por la tempestad, y sobre su augusto jefe, que ora, vela, gime, exhorta, combate y espera. Mostrad hasta donde llega vuestro poder cerca de Dios, obteniéndonos a todos el celo para adelantar en las virtudes evangélicas, especialmente en la humildad, la prudencia, la paciencia, la bondad y la diligencia en la práctica de los deberes de nuestro estado.

Mantened la concordia de nuestra gran familia y convertid a la Fe a los incrédulos del mundo entero; obtened para nuestra patria la paz verdadera, es decir cristiana, para nuestra Santa Madre la Iglesia el triunfo completo sobre el mal, por la Verdad, el sacrificio y la caridad. Amén.

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