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La celda del miedo

Ángel Ruiz Cediel
Redacción
viernes, 1 de mayo de 2009, 16:39 h (CET)
Pocos negocios son tan rentables como el pánico. Gracias a él se han amasado las mayores fortunas del planeta; pero, quid pro quo, encierra a los individuos en celdas tenebrosas donde se sienten seguros porque los demás no tienen acceso a ellas, un poco como las grandes mansiones tienen su habitación del pánico para ponerse a salvo de salteadores. El miedo aísla, disgrega a las sociedades y, frecuentemente, echa a los temerosos en brazos de quienes les asustan. Por temor de las mafias los chantajeados pagan a los mafiosos, por temor de los matones los poderosos se rodean de matones y por temor de los virus las sociedades se ponen en las manos de los que los estudian... y a menudo se les escapan oportunamente.

El miedo es un valor en alza: miedo al desempleo, miedo al terrorismo internacional, miedo al otro terrorismo, miedo a los extranjeros, miedo a los nacionales, miedo a los mal vestidos, miedo a lo que se ve, miedo a lo que no se ve, miedo a la oscuridad, miedo a las cámaras, miedo a los gobiernos oficiales, miedo a los gobiernos de las sombras, miedo a la tos, miedo a las pandemias imaginarias... Lo importante para los negociantes del pánico es que los ciudadanos tengan el ombligo permanentemente encogido. El miedo es un valor en alza, el miedo es un valor rentable, el miedo no deja de ser promovido injustificadamente desde los medios y las oficinas de los organismos nacionales o multinacionales... Hay que hacer negocio, aún contra la razón y las evidencias; sobre todo contra la razón y las evidencias, porque el miedo es irracional, no está sometido a la lógica. En vano es decirle al temeroso, por ejemplo, que tiene más posibilidades de morir porque le caiga un meteorito en la cabeza que por la pandemia de la influenza porcina (gripe de los cerdos) porque ya hay remedios —¿a santo de qué, si no, se consiente que Roche venda miles de millones del Tamiflu mágico ése, haciendo una caja que para qué cuento?—, y que, además, la gripe común mata todos los años a centenas de miles de personas en todo el mundo sin que OMS ni ministerios de sanidad locales digan ni mu; o que tiene más posibilidades de morir en un accidente laboral que por esa gripe marrana, y nadie hace mucho más que declaraciones inútiles; o que tiene más posibilidades de morir por un accidente de tráfico que por ese bichito tan de moda, y nadie proscribe a la industria automovilística; etcétera.

Los medios, tan amarillos ellos como un ataque virulento de hepatitis galopante, recurren a sus archivos para inflar la noticia y vender más ejemplares —si lo hacen las farmacéuticas, ¿por qué no ellos?—, y tiran de hemeroteca histórica desempolvando los fantasmas de cuando 1916 y siguientes, allá por cuando lo de la gripe española. «¡Millones murieron!», «¡Una pandemia amenaza a la humanidad!», «¡El Coco está aquí!», dicen; pero callan que en aquellos años de la I Guerra Mundial la medicina se ejercía a serrucho y garrotazos, que no había seguridad social ni nada que se le pareciera, que la Ciencia estaba en pololos y que los recursos de los ciudadanos medios no iban mucho más allá de combatir el hambre y de obedecer como corderos para que les degollaran en aquella guerra de potencias que querían extenderse a costa de la sangre de los suyos.

La realidad de hoy, por suerte, es otra, y contamos con medios que no es preciso anunciar con neones. Se disparata la realidad, sin embargo, haciendo sonar las alarmas sociales porque se han producido un centenar de decesos en un planeta de casi siete mil millones de habitantes, pero, curiosamente, al mismo tiempo que una crisis artificial y artificiosa detiene los pulsos de la ciudadanía, amanece un Nuevo Orden Mundial y todo ellos a renglón seguido de la reunión del G20 en que se puso en planta la nueva política financiera mundial, dirigida por el BM y el FMI, y dejando toda esta cuestión apocalíptica de la fiebre de los cerdos en la OMS, organización que como las otras fue creada justito, justito, al fin de la II Guerra Mundial junto con la ONU. Quien tenga ojos para ver que vea, y quien oídos para oír que escuche lo que quiera. Allá cada cual.

Sin embargo, no estaría sobrado que se considerara que a lo mejor todo esto no es más que un negocio global de ésos a los que últimamente nos tienen tan acostumbrados, como lo de las guerras locales y todas esas cosas, o aun que se pretenda que se mire muy lejos o muy alto o muy dentro para que no se vea lo que está sucediendo al lado, procurando que el miedo ciegue la inteligencia y la lógica, se despierte el instinto de supervivencia y que mientras nos birlen la cartera. No; nada tiene que ver la llamada fiebre española con la fiebre de los cerdos, ni siquiera la pandemia ésa que ondea la OMS o los ministerios con la realidad. Estoy dispuesto a comerme los bits de este artículo si fuera de otro modo; pero de no ser así, en compensación a mi desafío, la OMS y los ministerios de sanidad deberían comerse todas sus falsas proclamas. ¡Menudo atracón que iban a darse!

Cuando se puso en escena, por manos todavía presuntas pero no acusadas oficialmente, aquella cosa del SIDA estaba yo casado con una persona que trabajaba en un puesto de cierta responsabilidad en la Seguridad Social. «El cuarto jinete del Apocalipsis cabalga», decían por lo bajini poniendo cara de circunstancias, y eso que eran agnósticos. Mortandad produjo, a qué engañarnos, pero no se acabó el mundo, y, con todo, jamás alcanzó las cifras de mortandad que producía y produce el tráfico y aún las de la supervivencia por causa de la siniestrabilidad laboral. Y así con todo: el resfriado común produce más muertes que el terrorismo, el trabajo más muertes que el paro, la contaminación más muertes que el cáncer, el cambio climático más muertes que la fiebre de los cerdos y el miedo más ricos que la bolsa o las inversiones industriales. Abra, pues las puertas de la celda del miedo y salga, sonría y, si ha de morir, hágalo en libertad y no encerrado. Bastante estará encerrado después que haya muerto: vivir ha de ser una aventura. Diga conmigo: «H1N1: ¡agua!»

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