En el plano superestatal, la burocracia política tiene que seguir los mandatos de la elite superior económica, porque es quien tiene poder efectivo a nivel mundial. Por tanto, cuando la racionalidad de la norma jurídica tropieza con los intereses del mercado, algo que no necesariamente se aprecia a primera vista, tiene que adecuarla a lo conveniente, aunque sea antinatural. A tal fin basta con maquillarla, ya en los llamados debates parlamentarios pluripartidistas, luego, a través de las exposiciones de motivos de las normas, para que se pretenda hacer pasar por racional la simple concurrencia de intereses de fondo y así se trate de justificar el texto legislativo que las sigue. De ahí, que sea frecuente que estas justificaciones se extiendan en el texto más que la propia ley.
Cuando lo anterior sucede, es que se trata de justificar lo que admite difícil justificación, a menudo prescindir del ciudadano y atender los intereses grupales. Y es que resulta que hoy se imponen las tendencias agrupadas sobre todo lo demás, haciendo palidecer a lo común. El argumento en el que se sostienen es que los grupos venden y, por tanto, en la sociedad de mercado hay que defender sus intereses y exigencias, porque el dinero circulante que sale la luz para la ocasión es el que manda. Motivo por el cual, la ley que fabrica el mandante, acudiendo a subterfugios y al consabido maquillaje, debe proteger a los considerados por ellos mismos como víctimas, casi siempre debidamente agrupadas, a cambio de dejar a su suerte al ciudadano de a pie. De tal manera que, postulando la igualdad, se acaba por establecer el privilegio de los favorecidos por la norma. Es lo que antes se venía a llamar discriminación positiva y ahora justicia social, que no parece ser tan justa cuando la pagan los demás.
No hay que alarmarse si alguien considera que la justicia comete injusticias. Craso error, porque la ley tiende a ser justa. Simplemente se trata de que la burocracia política, es decir, aquella que es seleccionada como potencial gobernante de un Estado por un grupo de intereses llamado partido político, bajo la supervisión o la imposición del gran capital dominante y su confirmación a través del voto tecnológicamente manipulado, está obligada a cumplir el programa encomendado por sus superiores jerárquicos y atender al voto. Es en su actuación donde se aprecia, por efecto de la mundialización, la deriva tomada por el Derecho, tributario de intereses foráneos y de imposiciones de la institucionalidad internacional, apresado en leyes de conveniencia que invocan el interés general por rutina, en el que cualquiera pueda percibir que tal interés no existe.
Teniendo en cuenta la obediencia que los miembros de la burocracia política debe a quienes les han situado en el poder, el compromiso con su grupo y con el resto de grupos relevantes para que les voten, y así poder aferrarse de forma vitalicia a los privilegios que les asisten, sus productos legislativos deben estar en línea con tales intereses, y no necesariamente con el interés general o de la mayor parte de la llamada sociedad civil, lo que pasa a ser algo secundario y ornamental, invocado para guardar las formas.
Si en la época dorada de la vieja burguesía, el Derecho positivo se puso al servicio de la clase entonces dominante, actualmente lo está al servicio de la llamada globalización o pantalla del dominio mundial del capitalismo elitista. No sirven la retórica ni la palabrería habitual, porque en tanto la propaganda de los medios convencionales, como la que realizan a través de internet las empresas comerciales, dominen el panorama, se elija a quien se elija, siempre será el mismo, entiéndase, la representación política del capitalismo. Tampoco las medidas socio-políticas que pretenden aliviar la situación de los desfavorecidos, apartados o excluidos son útiles porque, una vez burocratizadas, el problema de fondo, como suele ser habitual, no puede resolverse a base de paños calientes, cuando lo que se reclama son soluciones efectivas, que no se adoptan. Los que están incluidos en tales grupos o los que se agarraron al mismo carro, con tales leyes de protección grupal se han hecho fuertes, tienen poder, y lo ejercen sobre el ciudadano común, que ya no goza de igualdad, al ser discriminado por leyes que favorecen a los otros. Tal operativa, netamente política, responde, por una parte, a la consabida estrategia de ganar votos y, por otra, a practicar el despilfarro en interés del mercado, para goce y disfrute de sus mandantes, que contemplan como se incrementa su poder.
Sometidos a este panorama de leyes y más leyes, creciente cada día, que ni el más adelantado de los juristas conoce ni reconoce en su totalidad, el capitalismo global sigue a lo suyo. Explota cuanto es rentable para el mercado, como siempre ha hecho, y ahora se dedica a ampliarlo, sacando tajada de la maleabilidad del Derecho, para que con el uso discrecional de sus leyes el mercado global se enriquezca. Alguien está llamando a todo esto progreso, pero, si lo fuera, lo sería a costa de la racionalidad, que es el auténtico fundamento del interés general y el soporte del Derecho.
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