En el bar se reúne el tribunal ante la bebendurria y juzga el estado de las cosas; nada ni nadie está a salvo de la agudeza etílica del opinador que desenvaina su lengua o de la verborrea promovida por turnos por el alcohol y el aciago humor que tiene ese día el tertuliano. Tampoco en la reunión doméstica de amigos nada ni nadie se libra —sobre todo los ausentes— de poder caer a la chismosa arena del circo de cafés y güisquis que hay sobre la mesita de la sala, y que los gladios de la locuacidad o la alta corte de la soberbia caiga con todo su rigor sobre la víctima. Todo y todos salta antes o después a esta palestra, a esta sala de vivisección donde nada queda en pie más allá del ego de los presentes, y, sañudamente, se le abren las carnes al encausado, se hurga en sus heridas o se magnifican sus mínimos defectos como vicios capitales. Antes que aprendices los españoles nacemos togados, quién sabe si por nuestra inherente condición consubstancial de ser hijos putativos unigénitos de Dios: el alumno juzga al profesor, y lo condena; el asno al sabio, y lo veja; el que apenas si garabatea al genio, y lo degrada; el hijo a su padre, y se iguala; y hasta el ciudadano que apenas si puede entender la economía doméstica se considera sobradamente cualificado para juzgar con desmedido rigor los planes macroecómicos del Gobierno, la política internacional o a la misma institución divina. Juicios omnipresentes, en fin, propios de una sociedad que aprendió primero que el mundo debe adaptarse a él antes que él al mundo.
Nacemos jueces, somos jueces... y ejercemos. ¿Para qué esforzarnos en construirnos una cultura propia o en formarnos más allá de lo imprescindible, si con una lengua bien afilada no sólo nos podemos equiparar al genio o al triunfador, sino también sobrepasarle mientras le destruimos?... ¡Ah, qué maravilloso deporte derruir famas, nombres y dignidades! Si el verbo crea, somos dioses y los demás villanos; nadie se nos puede comparar, y, si somos castigados o cometemos errores, es el mundo el que es injusto y se muestra sedicioso contra nosotros, son los demás y su enconada envidia los responsables de nuestro infortunio, son los otros..., lo que sea..., quien sea.
Así nos va. Siendo todos jueces para nosotros, por fuerza hemos de ser los acusados para los demás o, de otro modo, todos estaríamos ociosos. Jueces y acusados, condenadores y condenados, víctimas y verdugos; pero vamos adelante, seguimos, continuamos, proseguimos en nuestros juicios sin querer liberarnos de la insoportable carga de estar perpetuamente midiendo los actos ajenos, magnificando sus defectos y ninguneando sus virtudes. “¡Ah, si yo fuera Presidente....!”, dice con un tic de resignación el ego inflado por el resentimiento de quien renunció a sus propias aspiraciones para presidiarse como juez del orbe que le circunda. Y no, menos mal que no es Presidente ni tiene la más remota posibilidad de serlo, porque como casi todos los que juzgan gratuitamente creen que la fama, los honores o los merecimientos se adquieren como en una lotería o como en una infestación invernal, como quien contrajera la gripe o le cayera el premio gordo en el sorteo de la vida.
Carne adentro, en esa cosa que no tiene todavía nombre científico con muchas mixturas y morfemas, en la conciencia, sabe el asno que es asno y rebuzna, pero se esfuerza ante los otros asnos en aparentar sabiduría blandiendo la severidad de sus juicios disfrazados de palabras floridas o jicarazos ingeniosos o pretendidamente divertidos; sabe que no es nadie, y eso le rebela, no acepta que la vida es una experiencia personal que no precisa de los aplausos de los otros ni de reverencias de nadie. Para él, para nosotros, la vida sólo es vida si estamos sobre alguien, sobre algunos, sobre los otros, si es posible en la cumbre, sobre todos. Todo esfuerzo, todo acto va encaminado a ganar la admiración del grupo, a granjearse un espacio a codazos, a trepar a la cima que nos saque del anonimato, siquiera sea en el restringido circuito de lo doméstico o en las próximas filas de los aliados. Aliados que no lo son, porque nos juzgan inflexiblemente cuando no estamos, torciendo la boca y oreando por lo bajini nuestros más feos secretos, aquéllos que les confidenciamos en un momento de debilidad extrema o de máxima ternura. La condición social es un juicio permanente, es una lucha por la supervivencia del ego, es un combate feroz en el que sólo quien tiene la mayor crueldad es respetado. “¿Ése?...: ¡tú no sabes lo que es ése! Escucha: ...”
El círculo de amigos se reúne. A lo mejor ni siquiera son amigos, sino que se aceptan recíprocamente sólo porque entre ellos cada cual recibe su dosis de aceptación y se le concede carta de naturaleza sobre el mundo. Por turnos o a la vez, sobre el tumulto de gallinero se eleva la cuchilla en el cadalso del bar o la salita y cae impiadosa sobre la víctima elegida; otro trago, otro café u otro güisqui, y nuevamente la cuchilla sube a lo alto, amenazando el cuello de otro reo que no morirá del todo para mañana poderle decapitar otras cuántas veces. A cada sorbo, entre sonrisas o carcajadas, una cabeza cae al cesto, hasta que se hace la hora de volver a casa o que los amigos se retiren a sus guaridas. “¡Vaya panda de imbéciles!”, escupe por el diente cada cual de los otros.
El juicio, por hoy, aunque parece que ha terminado, continúa, porque esa conciencia, acostumbrada a juzgar, juzga, acusándole ahora al mismo juez de haber perdido el juicio. Mañana, sin embargo, será otro día y se seguirá juzgando a los otros.
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