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¿Mandar o servir?

Francisco Rodríguez
martes, 26 de enero de 2016, 23:49 h (CET)
Tratar de conseguir poder es el sueño de todos los políticos. El poder tiene un componente atractivo y libidinoso que ejerce un poderoso tirón, mejor una poderosa tentación, una seducción irresistible, sobre los que eligen la política como campo de acción.

En tiempos de Cristo, sus seguidores esperaban que fuera a restaurar el reino de Israel, lo que podía ser una estupenda posibilidad de pasar de pescadores a gerifaltes. La madre de dos de ellos planteó formalmente su petición a Jesús de que se concediran a sus hijos los dos mejores puestos.

Como nos cuenta el evangelio de Mateo los otros del grupo protestaron, pero Jesús les dijo: sabéis que los jefes y los señores oprimen a los demás con su poder, pero entre vosotros no sea así el que quiera llegar a ser grande sea vuestro servidor y el que quiera ser el primero que sea vuestro esclavo.

Si nuestros políticos y gobernantes pensaran menos en ellos mismos y sus partidos y entendieran su papel como servidores del pueblo, como simples gestores del bien común, seguramente las cosas serían diferentes. Pero no es precisamente el evangelio el inspirador de sus programas. Unos para mantener unas estructuras, sin duda, injustas, otros para querer cambiarlo todo y establecer otras estructuras igualmente injustas, desde la imposición, la violencia y el odio.

Todos invocan la democracia a su favor sin tener en cuenta que la democracia no pasa de ser un sistema de decidir sobre cosas contingentes y que lo mismo puede utilizarse para mantener unas estructuras que otras, pero en forma alguna la democracia puede decidir sobre valores absolutos como pueden ser la verdad, la justicia, la conciencia y hasta el sexo de las personas.

Si los políticos y los ciudadanos en lugar de buscar soluciones para la convivencia optamos por el enfrentamiento, la radicalización, la gestión interesada del resentimiento y el odio, mal vamos.

Posiblemente los cristianos hemos desertado de la política, o nos han echado de ella, razón por la cual casi nadie defiende los valores que debíamos estar defendiendo: la vida, la familia, la justicia, el respeto, la libertad de elección, la ausencia de coacción, la búsqueda de la verdad, el rechazo del odio, el ejercicio de la caridad como amor al prójimo y tantas cosas más.

El mejor gobierno es el que menos se nota, el que es capaz de estar engrasando constantemente la maquinaria del estado, para que los ciudadanos podamos desarrollarnos en libertad, sin querer vivir unos a costa de otros sino aportando todos nuestros esfuerzos y conocimientos para lograr el bien común.

Siempre andamos hablando del estado de bienestar más que del bien común. El estado de bienestar acentúa de alguna manera la idea de “estado” el cual debe satisfacer nuestras necesidades de la cuna a la tumba y cuando deviene insostenible se nos hunde el mundo. En cambio en el bien común lo que se acentúa es lo común, lo de todos, el bien que todos podamos aportar.

Hay quienes nos dicen que lo que hay que hacer es “dar la vuelta a la tortilla”, no los creamos, por favor.

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