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Josefina Albert (Tarragona)

La intolerancia y los libros

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La reproducción de las palabras de una conocida política de izquierdas, a la que me referiré más adelante, ha traído a mi memoria lo que sobre el escrutinio de la biblioteca de don Quijote se relata en el capítulo VI de la Primera parte de la novela cervantina. Cuatro personajes, el Cura, su sobrina, el Ama y el Barbero, creen poder curar de sus desvaríos a don Alonso poniendo en práctica aquello del refranero «Mucho mal evita quien la mala ocasión quita».

Es decir, que si la causa son los libros, pues hay que mandarlos a la hoguera, pero sin concesiones, como dice la sobrina del cura: «no hay para qué perdonar á ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos [sic], y pegarles fuego». Recuérdese que, a pesar de todo, el Cura intentará salvar de la quema algunas obras, aun reconociendo que todos los libros habían contribuido a volver loco al famoso hidalgo manchego. Es un episodio cargado de fina ironía a través del cual conocemos la opinión de Cervantes sobre algunos libros de caballería, como es, por ejemplo, el Amadís de Gaula, «el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto», según palabras puestas en boca del Barbero.
En todo caso, la quema de libros en el Quijote no deja de ser mera ficción; aparece en una novela, es decir, en una «obra literaria en prosa en la que se narra una acción fingida», como dice el Diccionario Académico. Sin embargo, en todas las épocas -y es una característica de las dictaduras- el libro se ha mirado como un enemigo cuando no coincide con el pensamiento totalitario de quien lo juzga, por lo que hay que prohibirlo, incluyéndolo, como antaño en el Santo Oficio Romano, en el famoso Índice de Libros Prohibidos, aunque lo más eficaz es hacerlos desaparecer echándolo al fuego
La quema de libros y la destrucción de Bibliotecas cuenta con una larga historia, que habla de censura, de fanatismo y hasta de estulticia. Por citar uno de esos tristes episodios del siglo XX, viene al caso recordar que el fundamentalismo ideológico y la intolerancia cultural del tercer Reich llevó a los nazis, bajo la dirección de Goebbels, a perpetrar una de sus más significativas quemas de libros. Fue un 10 de mayo de 1933 en la plaza Bebelplatz (antes Plaza de la Ópera) en Berlín. Voluntarios de la Sturmabteilung («tropas de asalto»), organización paramilitar del Partido Nazi alemán, conocida como los «camisas pardas», colaboraron en la destrucción de 20.000 publicaciones de filósofos, científicos, poetas y escritores, considerados peligrosos y antigermánicos. Muchos de estos autores fueron asesinados, arrestados o tuvieron que exiliarse, como les ocurrió a varios premios Nobel de Alemania y Austria que se refugiaron en Estados Unidos. Se cuenta que Sigmund Freud, una de las víctimas, al enterarse, comentó con cierta ironía: «¡Cuanto ha avanzado el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!». Para que permanezca en el recuerdo tal barbaridado, se instaló en el mismo lugar un monumento conmemorativo, en el que se puede leer una frase premonitoria que el poeta alemán de origen judío, Heinrich Heine, pronunció en1817 y que reza como sigue: «Ahí donde se queman libros, se termina quemando también a las personas».
En una democracia -inmersos nosotros en ella, según aseguran algunos- la sola idea de quemar libros debería escandalizarnos y consecuentemente adoptar una actitud de repulsa hacia quienes intentan acallar la opinión de otros recurriendo, como en este caso, a hacer una hoguera con los objetos que nos desagradan. En efecto, hace un par de días, la señora Cristina Almeida, muy demócrata ella, en un acto público celebrado en el Círculo de Bellas Artes en Madrid, organizado por personalidades de «izquierda», ha expresado su deseo de quemar la estantería de un centro comercial de Madrid, porque contiene los libros de César Vidal y otros historiadores que no son de su agrado. Es inevitable que la radicalidad que rezuman las palabras de doña Cristina ofrezca parangón con la quema de libros, dirigida por Goebbels, aquel 10 de mayo de 1933 en Berlín. La Sra. Almeida formaba parte de un grupo, que se llaman a sí mismos «intelectuales», es decir, según tengo entendido, «los que se dedican al cultivo de las ciencias y las letras», que debieron aplaudir la «proeza» de dicha señora, ya que, según tengo entendido, nadie protestó. Pues si su sabiduría consiste en quemar a quien no es de su gusto, más les valiera aprender tolerancia y lo que esa palabra significa de respeto a las ideas de los otros. Me temo que su cultivo de ese saber que les eleva a la categoría de intelectuales es tan corto, que quizá se les podría aplicar aquello del refranero: «De las ciencias y de las artes, solo es enemigo el ignorante».

La intolerancia y los libros

Josefina Albert (Tarragona)
Redacción
miércoles, 26 de noviembre de 2008, 16:59 h (CET)
La reproducción de las palabras de una conocida política de izquierdas, a la que me referiré más adelante, ha traído a mi memoria lo que sobre el escrutinio de la biblioteca de don Quijote se relata en el capítulo VI de la Primera parte de la novela cervantina. Cuatro personajes, el Cura, su sobrina, el Ama y el Barbero, creen poder curar de sus desvaríos a don Alonso poniendo en práctica aquello del refranero «Mucho mal evita quien la mala ocasión quita».

Es decir, que si la causa son los libros, pues hay que mandarlos a la hoguera, pero sin concesiones, como dice la sobrina del cura: «no hay para qué perdonar á ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos [sic], y pegarles fuego». Recuérdese que, a pesar de todo, el Cura intentará salvar de la quema algunas obras, aun reconociendo que todos los libros habían contribuido a volver loco al famoso hidalgo manchego. Es un episodio cargado de fina ironía a través del cual conocemos la opinión de Cervantes sobre algunos libros de caballería, como es, por ejemplo, el Amadís de Gaula, «el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto», según palabras puestas en boca del Barbero.
En todo caso, la quema de libros en el Quijote no deja de ser mera ficción; aparece en una novela, es decir, en una «obra literaria en prosa en la que se narra una acción fingida», como dice el Diccionario Académico. Sin embargo, en todas las épocas -y es una característica de las dictaduras- el libro se ha mirado como un enemigo cuando no coincide con el pensamiento totalitario de quien lo juzga, por lo que hay que prohibirlo, incluyéndolo, como antaño en el Santo Oficio Romano, en el famoso Índice de Libros Prohibidos, aunque lo más eficaz es hacerlos desaparecer echándolo al fuego
La quema de libros y la destrucción de Bibliotecas cuenta con una larga historia, que habla de censura, de fanatismo y hasta de estulticia. Por citar uno de esos tristes episodios del siglo XX, viene al caso recordar que el fundamentalismo ideológico y la intolerancia cultural del tercer Reich llevó a los nazis, bajo la dirección de Goebbels, a perpetrar una de sus más significativas quemas de libros. Fue un 10 de mayo de 1933 en la plaza Bebelplatz (antes Plaza de la Ópera) en Berlín. Voluntarios de la Sturmabteilung («tropas de asalto»), organización paramilitar del Partido Nazi alemán, conocida como los «camisas pardas», colaboraron en la destrucción de 20.000 publicaciones de filósofos, científicos, poetas y escritores, considerados peligrosos y antigermánicos. Muchos de estos autores fueron asesinados, arrestados o tuvieron que exiliarse, como les ocurrió a varios premios Nobel de Alemania y Austria que se refugiaron en Estados Unidos. Se cuenta que Sigmund Freud, una de las víctimas, al enterarse, comentó con cierta ironía: «¡Cuanto ha avanzado el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!». Para que permanezca en el recuerdo tal barbaridado, se instaló en el mismo lugar un monumento conmemorativo, en el que se puede leer una frase premonitoria que el poeta alemán de origen judío, Heinrich Heine, pronunció en1817 y que reza como sigue: «Ahí donde se queman libros, se termina quemando también a las personas».
En una democracia -inmersos nosotros en ella, según aseguran algunos- la sola idea de quemar libros debería escandalizarnos y consecuentemente adoptar una actitud de repulsa hacia quienes intentan acallar la opinión de otros recurriendo, como en este caso, a hacer una hoguera con los objetos que nos desagradan. En efecto, hace un par de días, la señora Cristina Almeida, muy demócrata ella, en un acto público celebrado en el Círculo de Bellas Artes en Madrid, organizado por personalidades de «izquierda», ha expresado su deseo de quemar la estantería de un centro comercial de Madrid, porque contiene los libros de César Vidal y otros historiadores que no son de su agrado. Es inevitable que la radicalidad que rezuman las palabras de doña Cristina ofrezca parangón con la quema de libros, dirigida por Goebbels, aquel 10 de mayo de 1933 en Berlín. La Sra. Almeida formaba parte de un grupo, que se llaman a sí mismos «intelectuales», es decir, según tengo entendido, «los que se dedican al cultivo de las ciencias y las letras», que debieron aplaudir la «proeza» de dicha señora, ya que, según tengo entendido, nadie protestó. Pues si su sabiduría consiste en quemar a quien no es de su gusto, más les valiera aprender tolerancia y lo que esa palabra significa de respeto a las ideas de los otros. Me temo que su cultivo de ese saber que les eleva a la categoría de intelectuales es tan corto, que quizá se les podría aplicar aquello del refranero: «De las ciencias y de las artes, solo es enemigo el ignorante».

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