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Asalto a Ilión

José Romero
Redacción
jueves, 6 de marzo de 2008, 11:38 h (CET)
Imaginemos nuestra particular Ilión (símbolo de ciudad asediada, perdida y saqueada) como ese espacio de encuentro y convivencia pacífica que a lo largo de la historia se nos ha negado una y otra vez. Que una y otra vez ha sido: discutida, vilipendiada, odiada, humillada, expoliada, alienada y confundida con tal saña que, ha acabado por forjarse en nuestro espíritu una idea de ella maldecida por todo un laberinto de insanas cautelas, por todo un corolario de objeciones preconcebidas, por todo un sin número de fobias hacia todo lo que en verdad representa.

Ha sido a lo largo de la historia infatigable piedra de exilio e injusticia. Campo asolado de guerras, siempre fraticidas. Asaltada una y otra vez por la envidia, la avaricia, el odio y el deseo de venganza. Rehén de reyezuelos decadentes, dictadores de la peor calaña y criminal talante, y oportunistas, voraces e improductivos politiquillos.

Es más, todos en algún momento, falsarios hasta la náusea, hemos vulnerado sus imaginarias defensas en nombre de los valores que la distinguen. Hasta hacer de ella la sombra que vela nuestra incapacidad para allanar los muros de todas las miserables fortalezas que nos habitan. Y como tal, se nos antoja odiosa e intransitable. Pero, mal que nos pese, no tenemos otra esperanza si esperanzados queremos habilitar espacios donde convivir espléndidos: en dignidad, justicia, libertad y tolerancia. Si de verdad queremos ser en lo cotidiano solidarios, y en el alba de la necesaria redistribución, equitativos. En una palabra, fraternales en las palabras y en los actos.
Con la muerte del dictador se abrió una puerta que jamás debimos cerrar, la de la esperanza. Esperanza en hacer de España un territorio en que cogiésemos todos, sobre la base de la democracia y los valores que la conforman. Pero en lugar de ello, elegimos el secular portazo de la rivalidad, de la controversia, del privilegio, de la tradición guerrera, de la maldición en la continua y encarnizada lucha por reivindicarnos lejos de ella. En la, tal vez, inocente creencia de que una Ilión, a la medida de nuestro corazón nos iba a confortar y sanar de los peligros que entraña lo local, cuando nos empeñamos en utilizarlo como instrumento de futuro con el que modelar la relación universal con los demás hombres y pueblos del mundo.

Porque, para qué engañarnos, tras el localismo no habita lo universal, sino lo ancestral, y en lo ancestral pervive el dogmatismo, el inmovilismo: teológico, ideológico y filosófico. Y de su mano nada nuevo va a salir de las nuestras. Se repetirá la historia en todas y cada una de sus secuencias, eso sí, en las bocas, palabras y actos de otros hombres y de otras mujeres, pero con los mismos trágicos resultados.

La catástrofe que vaticino no va a afectar tanto al poder adquisitivo como al poder espiritual. Va a ser una oportunidad perdida que aventará las semillas del más salvaje conservadurismo, del fanatismo político y religioso. Volveremos al dogma y a la inquisición. Retomaremos de nuevo morales sin ética, y ética sin racionalidad alguna. Habrán vencido de nuevo los viejos y caducos postulados sobre los que hoy se yerguen gloriosas de miserias las murallas que denigran el mundo, llenándolo de muerte, hambre, miedo y desolación.

Hoy, nos hallamos como un día los acayos que inspiraron a Homero, frente a la sagrada Ilión de la convivencia, dispuestos para la guerra, para el asalto final, en una palabra, para el saqueo. Y como en tan gloriosa obra, se podrían catalogar los reyezuelos, capitanes, barcos y guerreros que cada uno aporta a tan triste contienda. También redactar ditirámbicos versos sobre sus virtudes, y las de sus tierras, ciudades, vasallos y culturas que cada uno de ellos representan. Sí, se podrían glosar sin sonrojo sobre la razón que le da la raza, pero no así sobre la sinrazón de su presencia frente a la humana Ilión, con el pírrico afán de reducirla a cenizas.

Todos y cada uno de sus reyes, precedidos de su vasto sequito de gobierno, exigen para sus tierras privilegios y servidumbres, sin que ello escandalice a nadie. Se predica con descaro la desigualdad y la injusticia, y paradójicamente se les reconoce en esa exigencia utilidad y virtud. Todos y cada uno de ellos se proclaman capaces de vivir por su cuenta, sin embargo, se halla frente a las murallas de la Ilión de la convivencia dispuesto a reclamar lo suyo; y lo que es peor, a nombrarla culpa y culpable de su propia fatalidad, de su propia debilidad, de su propia incapacidad para gobernarse.

Todos tienen cubiertas sus necesidades institucionales, no se hallan, sin embargo, así las acuciantes necesidades de sus pueblos. Todos ellos tienen responsabilidades, pero ningún de ellos se siente responsable. Todos ellos vienen fascinados por la atávica tragedia que asola nuestro ánimo, con la voluntad inequívoca de derrotarse una vez más, y con ellos todos nosotros, frente a los fantasmales muros de un amantísimo espacio que no merece seguir siendo maldecido una y otra vez, por la intolerancia y el enfrentamiento.

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