Tan próxima a la edad de jubilación como la propia Christine Lagarde se encuentra, reconozco que hay que tener arrestos para expresarse en los términos en que lo hizo el verano pasado la titular del Fondo Monetario Internacional, al referirse al riesgo que representa para la economía global la esperanza de vida de los ancianos. Hace unos años, la longevidad era considerada una bendición divina de la que no todo el mundo sino sólo unos pocos acababan siendo dignos merecedores, pero ahora que los adelantos médicos, la buena alimentación y la calidad de vida lo han hecho posible resulta que ya no es ninguna bicoca para nadie que no pueda costearse un seguro privado que amortigüe, al menos en parte, las carencias de una seguridad social incapaz de sufragar por sí sola los últimos años de vida de los sujetos que tengan la presunta suerte de llegar a viejos.
El futuro más o menos incierto que al parecer nos aguarda, preconizado por esos gurús de la economía mundial, que mientras por una parte nos dicen que hay que apretarse el cinturón por la otra no se privan de nada, no me preocupa demasiado. Me daría por satisfecho si me aseguran que no voy a terminar mis días en un envase de cartón, como en la distopía fílmica de Richard Fleischer basada en parte en la obra homónima de Harry Harrison, convertido en alimento para mis semejantes.
No voy a negar, que con algo de razón sí que cuenta la buena señora para poner el grito en el cielo, pero son las formas las que la pierden. Es más, con sesenta años que tiene ya la francesa, mes arriba mes abajo, tampoco es que esté para muchos trotes. Y, francamente, muy apetitosa no parece que esté. Si me dan a elegir, prefiero la harina de salvado antes que llevarme a la boca nada que esté elaborado con los restos de esa señora. Y es que, sólo de pensarlo, ya se me revuelve el estómago.