Me parece que es en “La democracia en América” donde decía Alexis Tocqueville que lo deseable en un país bien organizado es que haya muy pocas leyes buenas y que se cumplan. El mero hecho de que en España existen actualmente, entre leyes, decretos, reglamentos, órdenes, ordenanzas y demás normas, la friolera de 82.500 disposiciones normativas es una muestra palpable de que algo va mal, aunque solo sea por el hecho de que tanta norma es papel mojado debido a la imposibilidad material de que los ciudadanos puedan asimilar ni siquiera una pequeña parte de esta marabunta normativa aun en el supuesto de que tengan la buena voluntad de querer cumplir con la ley.
Este exorbitante número de normas que son en si mismas un colapso de la propia legalidad, supone también el hecho de que en nuestra sociedad todo está regulado, todo cae bajo el control del legislador, de la autoridad: está escrito todo lo que hay que hacer, cómo y cuándo hay que hacerlo. Apenas hay margen para las iniciativas porque frente a ellas surge casi con seguridad una norma que regula el modo de llevarlas a cabo imponiendo casi siempre un formulario o modelo oficial para cumplimentarlas.
Ignoran nuestros legisladores aquella idea que exponía Séneca en el sentido de que la honestidad sola llevará de por sí al hombre honesto a no hacer determinadas cosas que le permitirían las leyes. En el Estado en que vivimos parece que hay una preocupación legisladora en no dejar ni un resquicio a la libre actuación del ciudadano, ya sea para el bien o para el mal, pues se parte de una desconfianza originaria hacia este.
El resultado de tanta preponderancia del aparato administrativo sobre los ciudadanos es, sin lugar a dudas, un ahogo de la iniciativa individual que hace que el mismo Estado se vaya también ahogando a si mismo hasta entender que si un parlamento no genera normas y más normas, padece irremisiblemente de vagancia.
Todo esto indica falta de libertad y de confianza en la sociedad civil, secuestrada por el aparato administrativo, la cual es contraria a la dignidad humana y por tanto al bien común social, ya que el ideal de la sociedad debe ser procurar al hombre el máximo de libertad posible que razonablemente se pueda.
El Estado debería evitar interferir en todo aquello que los ciudadanos son capaces de ejercer por si mismos. En todo caso debería ayudarles sin absorberlos o sustituirlos, y en todo caso coordinarlos sin suplantarlos por sistema, sino solo cuando los ciudadanos no puedan llevar algo a cabo por sus propias fuerzas.
Para quienes solo sepan ver la vida con las anteojeras del Estado, este modo de actuar podrá parecer un modo de gobierno próximo a la anarquía, o cuando menos, defectuoso o primitivo. Se equivocan, y manifiestan no conocer la naturaleza humana, porque el hombre se dedica con mayor empeño e ilusión a lo que considera propio y cercano. Cualquiera puede comprobar esto analizando la poca eficacia de nuestras Administraciones públicas, separadas de la vida corriente de los ciudadanos, de sus ilusiones, de sus preferencias, de sus motivaciones.
Es preciso revitalizar el ámbito de la sociedad civil, entendida como el conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias que se realizan de forma originaria gracias a la subjetividad creativa del ciudadano. Es imposible promover la dignidad de la persona si no se procura la mayor libertad posible de la familia y de los grupos asociativos espontáneos de carácter deportivo, recreativo, profesional, político, cultural o social, de modo que lo que estas sociedades más pequeñas puedan hacer por sus propios medios, no debe ser intervenido por el Estado.
Quizá lo único que en el fondo pide la sociedad civil—el ser humano—es algo tan simple como que no se le asfixie, que se le permita respirar; solo eso. O dicho de un modo “fino”, que el Estado, la comunidad autónoma o el ayuntamiento no le den demasiado por culo.