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En el mundo del periodismo es cabreante comprobar con qué frecuencia se utiliza el propio medio para catapultar a tanto mediocre que decide escribir un libro

Líderes de opinión y manipulación

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Extraño adjetivo el de “mediático“, constituído en concepto perverso que, como un hongo aspergilus, va invadiendo capa a capa el criterio de las personas (hoy “ciudadanos y ciudadanas”) que no pueden (o “podemos”) sustraernos a él. Salir en la “caja tonta”, sustituto del altarcillo con la Virgen o el Sagrado Corazón que muchos tenían en sus casas, es un requisito esencial para ser “mediático”. Porque parece que el único medio de comunicación, “el medio”, es la televisión; por mucho que los teóricos incluyan otros –la radio, los impresos de siempre y los digitales- que no son equiparables, ni por asomo, a la reina o más bien emperatríz de la manipulación de masas.

En los últimos años hemos visto surgir “figuras mediáticas” que han pasado de asomar la patita en tertulias televisivas a convertirse en verdaderos líderes de opinión (la suya, claro) e incluso en mesiánicos flautistas de Hamelin. Y es que ese bautizo de las cámaras y los focos es imprescindible para ingresar en la “ecclesia” de lo mediático; que es algo así como tener asegurado que lo que digas, con independencia de que sea verdadero o falso, estúpido o inteligente, será escuchado por millones de congéneres. A uno les disgustará lo que expreses, a otros no les producirá ni frio ni calor y a otros simplemente les fascinará. No existen, creo, más opciones, pero lo que es indudable es que habrás creado opinión (o lo que tenemos por tal)

La selección arbitraria de estos personajes, con frecuencia amigos o amigos de amigos, conlleva la formación de una casta mediática a la que no se accede por la valía, el conocimiento o la profesionalidad, sino por el simple hecho de tener los contactos precisos. Son numerus clausus y de ahí que las caras que vemos en uno u otro programa de debate sean siempre las mismas. No me refiero a los políticos –que siempre son más o menos los mismos- sino a periodistas, actores, artistas de todo tipo, presentadores, modistos, peluqueros, folclóricas, deportistas e incluso científicos, economistas, sociólogos, abogados, psicólogos...

En el mundo del periodismo (para algunos “la tribu”) es cabreante comprobar con qué frecuencia se utiliza el propio medio para catapultar a tanto mediocre que decide escribir un libro, y a menudo vemos cómo los autores promocionan sus obras (muchas veces “obrillas”) en programas de actualidad política y social, sin que les duelan prendas, animados por el presentador de turno: “Honorato (hombre de ciencia y bachillerato, añado yo) presenta esta tarde en el Círculo de Bellas Artes su libro sobre las bondades del ayurveda en las cabañas rurales de los bosques de Soria” O: “Margarita: Háblanos de tu última novela sobre las hijas del Cid” (Y el o la juntapalabras se explayará durante unos minutos, glosando el contenido interesantísimo de su librillo, a sabiendas de que esta publicidad gratuita resulta impagable, mejor que la que cualquier editorial puede hacer, y que hará subir las ventas como la espuma. Otra cantar será que el libro resulte bueno, malo o mediocre; pero una cosa es cierta: en España se venden muchos más libros de los que se leen y esto es debido, en buena parte, al influjo de la televisión (que es como el de los rayos gamma sobre las margaritas. Interesante película).

Es curioso comprobar cómo una de las muchas boutades que afirmó el guru de los medios de comunicación (=manipulación), Marshall McLuhan, ha calado muy hondo en el incosciente colectivo. Me refiero a eso de que en el futuro todos los habitantes de los países tecnificados tendrán sus “15 minutos de gloria”; es decir, que todos y cada uno de nosotros tendrá la posibilidad, a lo largo de su vida, de aparecer en la “caja tonta” y exponer, siquiera brevemente, su punto de vista sobre esto o aquello. ¡Como si la gloria –por cierto, ¿qué es eso?- consistiera en vivir un remedo de”sálvamedeluxeodiario”! ¡Qué aberración!

Pero lo peor es que muchos de los que trabajan en el medio audiovisual sí se consideran administradores de ese dudoso estado de gracia que supone estar en un plató de televisión. Y si les caes bien hasta puede que te hagan una entrevista –tengas o no algo interesante que decir; eso es lo de menos- o te toquen con la varita mágica y te conviertas en tertuliano, gratis o de pago, de alguna de las apasionantes tertulias que asolan la programación. De ahí a la inmortalidad sólo hay un paso.

De los tiempos en que colaboré de manera habitual en un canal de televisión, tengo algunos gratos recuerdos; sobre todo de las muchas entrevistas que realicé a personas que tenían cosas que decir y experiencias vitales que contar. Ellos sí que han influido en mi forma de pensar y de ver el mundo (recuerdo con especial afecto a Fernando Jiménez del Oso y a Miguel de la Quadra-Salcedo) Pero han pasado más de diez años desde la última vez que me senté ante una cámara y, créanme, da gusto poder viajar en el metro, entrar en un bar o ir a un supermercado sin que nadie se fije en ti. No lo cambio por nada.

La pérdida de ese sano anonimato es el precio que pagan los fatuos y los del “vanitas vanitatis”. Allá ellos.

Líderes de opinión y manipulación

En el mundo del periodismo es cabreante comprobar con qué frecuencia se utiliza el propio medio para catapultar a tanto mediocre que decide escribir un libro
Luis del Palacio
jueves, 11 de junio de 2015, 22:24 h (CET)
Extraño adjetivo el de “mediático“, constituído en concepto perverso que, como un hongo aspergilus, va invadiendo capa a capa el criterio de las personas (hoy “ciudadanos y ciudadanas”) que no pueden (o “podemos”) sustraernos a él. Salir en la “caja tonta”, sustituto del altarcillo con la Virgen o el Sagrado Corazón que muchos tenían en sus casas, es un requisito esencial para ser “mediático”. Porque parece que el único medio de comunicación, “el medio”, es la televisión; por mucho que los teóricos incluyan otros –la radio, los impresos de siempre y los digitales- que no son equiparables, ni por asomo, a la reina o más bien emperatríz de la manipulación de masas.

En los últimos años hemos visto surgir “figuras mediáticas” que han pasado de asomar la patita en tertulias televisivas a convertirse en verdaderos líderes de opinión (la suya, claro) e incluso en mesiánicos flautistas de Hamelin. Y es que ese bautizo de las cámaras y los focos es imprescindible para ingresar en la “ecclesia” de lo mediático; que es algo así como tener asegurado que lo que digas, con independencia de que sea verdadero o falso, estúpido o inteligente, será escuchado por millones de congéneres. A uno les disgustará lo que expreses, a otros no les producirá ni frio ni calor y a otros simplemente les fascinará. No existen, creo, más opciones, pero lo que es indudable es que habrás creado opinión (o lo que tenemos por tal)

La selección arbitraria de estos personajes, con frecuencia amigos o amigos de amigos, conlleva la formación de una casta mediática a la que no se accede por la valía, el conocimiento o la profesionalidad, sino por el simple hecho de tener los contactos precisos. Son numerus clausus y de ahí que las caras que vemos en uno u otro programa de debate sean siempre las mismas. No me refiero a los políticos –que siempre son más o menos los mismos- sino a periodistas, actores, artistas de todo tipo, presentadores, modistos, peluqueros, folclóricas, deportistas e incluso científicos, economistas, sociólogos, abogados, psicólogos...

En el mundo del periodismo (para algunos “la tribu”) es cabreante comprobar con qué frecuencia se utiliza el propio medio para catapultar a tanto mediocre que decide escribir un libro, y a menudo vemos cómo los autores promocionan sus obras (muchas veces “obrillas”) en programas de actualidad política y social, sin que les duelan prendas, animados por el presentador de turno: “Honorato (hombre de ciencia y bachillerato, añado yo) presenta esta tarde en el Círculo de Bellas Artes su libro sobre las bondades del ayurveda en las cabañas rurales de los bosques de Soria” O: “Margarita: Háblanos de tu última novela sobre las hijas del Cid” (Y el o la juntapalabras se explayará durante unos minutos, glosando el contenido interesantísimo de su librillo, a sabiendas de que esta publicidad gratuita resulta impagable, mejor que la que cualquier editorial puede hacer, y que hará subir las ventas como la espuma. Otra cantar será que el libro resulte bueno, malo o mediocre; pero una cosa es cierta: en España se venden muchos más libros de los que se leen y esto es debido, en buena parte, al influjo de la televisión (que es como el de los rayos gamma sobre las margaritas. Interesante película).

Es curioso comprobar cómo una de las muchas boutades que afirmó el guru de los medios de comunicación (=manipulación), Marshall McLuhan, ha calado muy hondo en el incosciente colectivo. Me refiero a eso de que en el futuro todos los habitantes de los países tecnificados tendrán sus “15 minutos de gloria”; es decir, que todos y cada uno de nosotros tendrá la posibilidad, a lo largo de su vida, de aparecer en la “caja tonta” y exponer, siquiera brevemente, su punto de vista sobre esto o aquello. ¡Como si la gloria –por cierto, ¿qué es eso?- consistiera en vivir un remedo de”sálvamedeluxeodiario”! ¡Qué aberración!

Pero lo peor es que muchos de los que trabajan en el medio audiovisual sí se consideran administradores de ese dudoso estado de gracia que supone estar en un plató de televisión. Y si les caes bien hasta puede que te hagan una entrevista –tengas o no algo interesante que decir; eso es lo de menos- o te toquen con la varita mágica y te conviertas en tertuliano, gratis o de pago, de alguna de las apasionantes tertulias que asolan la programación. De ahí a la inmortalidad sólo hay un paso.

De los tiempos en que colaboré de manera habitual en un canal de televisión, tengo algunos gratos recuerdos; sobre todo de las muchas entrevistas que realicé a personas que tenían cosas que decir y experiencias vitales que contar. Ellos sí que han influido en mi forma de pensar y de ver el mundo (recuerdo con especial afecto a Fernando Jiménez del Oso y a Miguel de la Quadra-Salcedo) Pero han pasado más de diez años desde la última vez que me senté ante una cámara y, créanme, da gusto poder viajar en el metro, entrar en un bar o ir a un supermercado sin que nadie se fije en ti. No lo cambio por nada.

La pérdida de ese sano anonimato es el precio que pagan los fatuos y los del “vanitas vanitatis”. Allá ellos.

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