En opinión del ensayista francés Jean-François Revel, la información incurre en el vicio de no ver lo que existe y de ver lo que no existe, es decir, silenciar y omitir lo cierto e inventar y crear la mentira. En esta operación desempeña un papel importantísimo un instrumento básico: el lenguaje, mejor dicho, el abuso del lenguaje, que se presta a una deformación de la significación correcta. No pensamos que hoy la vida humana dependa de este fenómeno. Sin embargo, y en honor a la verdad, hay que decir que nuestras mentes resultan diariamente secuestradas y embargadas por un bochornoso hábito que prolifera y se extiende en los medios de comunicación: la manipulación de la información y la adulteración del lenguaje. Con esta práctica se confunde y se desconcierta de forma sistemática a la opinión pública. La tergiversación de los mensajes, de las noticias y de los datos impide la difusión de una limpia y saludable información. Ello actúa, en definitiva, como rémora en la generación de conocimientos rigurosos y de una cultura libre y no mediatizada.
Dice el profesor Niceto Blázquez que manipular la información implica intervenir deliberadamente en los datos de una noticia por parte del emisor; trastocar sutilmente esos datos de modo que, sin anularlos del todo, proporcionen a la noticia un sentido distinto del original, en función de unos intereses preconcebidos por parte del emisor. Y todo ello de tal forma que el receptor no pueda percatarse de esa intervención sin recurrir a otras fuentes de información. En su obra El desafío ético de la información, Blázquez enumera algunas técnicas de manipulación informativa, como el abuso del lenguaje y de planteamientos estratégicos mediante el empleo de palabras o de esquemas denominados talismán, es decir, conceptos o ideas que suenan bien por estar de moda o ir con los tiempos:
democracia, libertad, ciencia, progreso, derechos humanos, ecologista, postmoderno; la opinión prefabricada o juicio de valor sobre una realidad que tiene la categoría de ley, de sentencia aprobatoria o condenatoria respecto de dicha realidad, y ante la que nadie se atreve a opinar ni a discrepar; el terrorismo intelectual, propio de los monopolios informativos controlados por las multinacionales de la información, que imponen sus tesis y sus puntos de vista en la sociedad; la propaganda tendenciosa como difusión proselitista de ideas e intereses, que se manifiesta en el simple modo de redactar los títulos, de elaborar los extractos y resúmenes, de colocar la noticia dentro del formato del programa o del periódico, y en la forma de hacer los comentarios el sensacionalismo informativo, que exagera intencionadamente el contenido de la noticia; la desinformación, que proporciona informaciones generales erróneas, llevando al público a cometer actos colectivos o a difundir opiniones que correspondan a las intenciones del desinformador; la manipulación fotográfica, consistente en la falsificación de fotografías; las intimidaciones de orden económico a quienes respetan los principios éticos de la información.
Pero, sin duda, la técnica manipuladora más aguda y penetrante es la mentira en sus tres formas: supresión, consistente en hacer creer al público que algo que existe, no existe; adición, que inclina al destinatario a creer en la existencia de algo que no existe; y la deformación, que ofrece al público una imagen distorsionada de la realidad. A su vez, la distorsión puede ser cuantitativa, si exagera o minimiza la realidad, o cualitativa, si recurre a calificaciones o cualidades falsas. Existe una anécdota que ilustra esta forma de manipulación: un viajero inglés inició un recorrido por Francia anotando en un diario todo lo que observaba. Al llegar al puerto de Calais, en una noche tormentosa, comprobó que el muelle estaba solitario y que tan sólo un hombre con notable cojera deambulaba por el mismo. Tras ver aquello, anotó en su diario: «He desembarcado en Francia y lo primero que puedo comprobar es que los franceses son cojos».
Sin duda, todos estos hábitos deformadores obstruyen el acceso de los ciudadanos a una información veraz y a unos conocimientos genuinos. En tal escenario, difícilmente puede prosperar la cultura, la enseñanza y hasta la libertad, pues el saber es elección, y cuanto más sabemos, más posibilidades de elegir tenemos y más libres somos. El saber es tolerancia, y ésta es el sedimento de una sociedad feliz y afortunada. Por ello, quien controla el saber de los individuos, domina a los individuos, y así Stalin afirmaba que, «de todos los monopolios de que disfruta el Estado, ninguno será tan crucial como su monopolio sobre la definición de las palabras. El arma esencial para el control político será el diccionario». Hay personas y grupos que quieren que pensemos y entendamos lo que ellos desean. Hay intelectuales que falsean la realidad; a todos ellos no les importa, lo más mínimo, el alejamiento de la verdad; pero quien así actúa, quien se desinteresa de la certeza, quien no tiene la voluntad de ser verídico, es políticamente un tirano e intelectualmente un bárbaro.
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Javier Úbeda Ibáñez es escritor.
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