Pasar, como proponemos, de la sociedad de la información a la sociedad del saber de signo humanista y solidario implica, desde luego, disolver la presunta identificación entre transmitir información y generar conocimiento. Lo que hoy entendemos por información es sólo un aspecto, y no el decisivo, del saber humano. La información es algo externo y técnicamente articulado, que se halla a nuestra disposición a través de los medios de comunicación colectiva. El conocimiento, en cambio, es una actividad vital, un crecimiento interno, un avance hacia nosotros mismos, un enriquecimiento de nuestro ser práctico, una potenciación de nuestra capacidad operativa. La información sólo tiene valor para el que sabe qué hacer con ella: dónde buscarla, cómo seleccionarla, qué valor tiene la que se ha obtenido y –por último- cómo procede utilizarla. Por el contrario, el conocimiento es un fin en sí mismo, que de suyo no está ordenado a lograr algo útil, sino a colmar el afán de saber que los seres humanos abrigamos de manera natural.
Por su propia naturaleza, la información es homogénea, transmisible, encapsulable, standard. En cambio, el conocimiento es originario, crítico, personalizado, dialógico, emergente. No se trata, como es obvio, de dos dimensiones contrapuestas, porque la información implica adquisición de conocimientos y el conocimiento no puede florecer sin una alta dosis de información. Se trata, más bien, de actitudes antropológicas y sociales diferentes, en cuyo contexto al conocimiento le corresponde el enclave humano irreductible y radical, en el que –al mismo tiempo que el sujeto humano se alimenta de información y la procesa- también la limita, la enjuicia y la genera. A diferencia de la información, que está estrechamente relacionada con los aspectos pragmáticos o retóricos del lenguaje, en el conocimiento predomina el aspecto semántico, que confronta derechamente al lenguaje con lo que constituye su finalidad y su perfección, es decir, con la verdad. Y esto último es lo que, sobre todo, nos interesa subrayar.
En la medida en que el ciudadano se mueva en el mundo original del conocimiento, no será un consumidor dócil, acrítico y pasivo de información. Y tenderá a comparecer él mismo activamente en un mundo informativo en el cual y del cual tiene algo –quizá mucho- qué decir. Y, sin necesidad de revestirse de arrogancia alguna, le importará más ese aspecto activo y personal de su propio saber que los ídolos del foro público y anónimo. En otras palabras, relativizará la información y sus medios dominantes, respecto a los cuales se comportará con plena libertad, cierta distancia y una moderada indiferencia. Será un usuario culto de los canales de la opinión pública, respecto a los que transitará gradualmente de la actitud de consumidor a la de actor o agente responsable.
____________________
Javier Úbeda Ibáñez es escritor.
|