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El síndrome del edificio enfermo

Francisco Arias Solís
Redacción
miércoles, 7 de noviembre de 2007, 23:51 h (CET)
“Difíciles barrancos de escaleras,
calladas cataratas de ascensores,
¡qué impresión de vacío!,
ocupaban el puesto de mis flores,
los aires de mis aires y mi río.”


Miguel Hernández

La asociación entre la ocupación de un edificio como lugar de trabajo o como vivienda y la aparición, en ciertos casos, de síntomas que pueden llegar a definir una enfermedad, es un hecho sobre el cual existen hoy en día pocas dudas. La causa principal suele ser la contaminación de diversa índole existente en el interior del edificio, expresada como una “mala calidad de aire interior”. Sin embargo, no deben descartarse nunca a priori aspectos ergonómicos relacionados con la iluminación, ruido, condiciones termohigrométricas. En ambientes laborales también debe tenerse en cuenta la existencia de factores psicosociales asociados al trabajo (problemas de organización, horarios, estrés, falta de comunicación, dificultades en las relaciones interpersonales, etc.) y su posible contribución a la aparición del problema.

Los efectos adversos derivados de una mala calidad del aire en los ambientes cerrados son un problema que afecta a toda la comunidad, ya que está demostrado que el hombre urbano pasa entre el 80 y el 90% de su tiempo en ambientes cerrados, contaminados en mayor o menor grado. Esta problemática se ha visto potenciada en el diseño de edificios más herméticos y con un mayor grado de recirculación del aire con objeto de asegurar un ahorro energético, admitiéndose que aquellos ambientes que no disponen de ventilación natural pueden ser áreas de exposición a contaminantes. Entre ellos se encuentran oficinas, edificios públicos, escuelas, guarderías, edificios comerciales e, incluso, residencias particulares. No se conoce con exactitud la magnitud de los daños que pueden representar para la salud, ya que los niveles de contaminantes que se han determinado suelen estar muy por debajo de los respectivos límites permisibles de exposición para ambientes industriales.

La calidad del aire en el interior de un edificio es función de una serie de variables que incluyen la calidad del aire exterior, el diseño del sistema de ventilación, climatización del aire, las condiciones en que este sistema trabaje y se revisa, la compartimentación del edificio y la presencia de fuentes contaminantes interiores y su magnitud. Entre estas últimas cabe citar: las diferentes actividades que se realizan, el mobiliario, los materiales de construcción, los recubrimientos de superficies y los tratamientos del aire. Las situaciones de riesgo más frecuente para sus ocupantes son la exposición a sustancias tóxicas, irritantes o radioactivas y la inducción de afecciones y alergias. Por otra parte las quejas más generalizadas se derivan de condiciones termohigrométricas no confortables y olores molestos.

Los síntomas más característicos asociados al Síndrome del Edificio Enfermo son los siguientes: Escozor o enrojecimiento de los ojos, lagrimeo, congestión nasal, picor nasal, estornudos, sequedad de garganta, ronquera, tos seca, sensación de ahogo, eritemas, sequedad cutánea, prurito generalizado o localizado, dolor de cabeza, somnolencia, dificultad para concentrarse, irritabilidad, náuseas, mareos...

La sintomatología presentada por los afectados no suele ser severa y, al no ocasionar un exceso de bajas por enfermedad, se tiende a menudo a minimizar los efectos que, sin embargo, se traducen en una sensación general de disconfort. En la práctica estos efectos son capaces de alterar la salud del trabajador, pudiendo aumentar y potenciar situaciones de estrés y por tanto influir en el rendimiento laboral. Cuando los síntomas llegan a afectar a más del 20% de los ocupantes de un edificio, se habla del Síndrome del Edificio Enfermo.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) diferencia entre dos tipos de edificio enfermo. Los edificios temporalmente enfermos, entre los que se incluyen edificios nuevos o de reciente remodelación donde los síntomas disminuyen y desaparecen con el tiempo, aproximadamente medio año, y los edificios permanentemente enfermos donde los síntomas persisten, a menudo durante años, a pesar de haberse tomados medidas para solucionar las deficiencias. No en vano dijo el poeta: “Campanas que suenan mal / no hay que fundirlas de nuevo / hay que no hacerlas sonar”.

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Lo que voy a decir no se apoya -no lo pretende, además lo rechaza- en ningún argumento científico. Rechazo en general lo científico porque proviene, tal caudal de conocimiento, de la mente humana matemática, fajada y limitada, sobre todo no mente libre sino observante desde muchos filtros atascados de prejuicios.

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua.

El filólogo humanista Noam Chomsky decía que “si no se está de acuerdo con una cuestión, el hecho de formular y escuchar críticas, forma parte de la convivencia, y así se espera que sea”. De este modo, Chomsky argumenta el derecho y obligación a ejercer la crítica como proceso para la construcción de la convivencia.

 
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