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Durante mucho tiempo, a los voluntarios sociales nos han presentado como personas extraordinarias

Contra el silencio cómplice

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Se puede engañar a unos pocos durante un tiempo, pero no a todos indefinidamente. Los datos de la ciencia, la experiencia compartida de los pueblos y el creciente diálogo intercultural están en órbita gracias al desarrollo de las comunicaciones que nos permiten ser testigos de excepción del ocaso de unos modelos de desarrollo que han llegado a un punto de saturación que no tiene retorno, porque ha alcanzado el techo de su propia contradicción.

Ignorarlo es no saber escrutar los signos de los tiempos, y silenciarlo es convertirse en cómplices. Algo no puede ir bien cuando la vida se transforma en espera, muchas veces sin esperanza. Lo malo es cuando no se actúa por temor a equivocarse o por dudar de la capacidad para hacer algo por los demás. Durante mucho tiempo, a los voluntarios sociales nos han presentado como personas extraordinarias.

En realidad, se trata de personas capaces de descubrir a tiempo la radical indigencia de toda criatura y de comprender que, en el reconocimiento de la propia debilidad, están las raíces de la auténtica fortaleza. Un día comprendemos que nos agobiábamos por problemas que perdían su virulencia ante las verdaderas desgracias que se descubren cuando nos asomamos a los umbrales de la marginación y de la desesperanza. Uno se pasma de haber estado pasando tantos años junto al dolor y junto a la soledad de los que estaban ahí, “a la vuelta de la esquina”.

La gota que se sabe océano, la persona que se sabe humanidad y, por lo tanto, insustituible, única, tiene una actitud radicalmente distinta a las de las gentes manipuladas por el consumismo, las prisas, la inseguridad y el miedo. No hay que calentarse la cabeza buscando ocasiones extraordinarias para hacer cosas grandes. Quizá nunca lleguen esas ocasiones. No existen límites de edad, de sexo o de condición social para practicar la solidaridad. Lo que importa es echarse a andar, ponerse en camino y sentir la pasión por la justicia; luego nos damos cuenta de que es más fácil de lo que suponíamos vivir la experiencia de compartir la soledad de los demás, su marginación y su abandono.

Nunca es tarde para comenzar porque hoy es siempre, todavía. Siempre se pueden sacar dos horas a la semana de cualquier actividad. No tenemos que hacer más. Así no nos cansaremos y podremos ser fieles a esa cita con lo mejor de nosotros mismos: con el que nos necesita y se agarra a la mano que le tendemos, abierta y pobre, pero generosa.

Contra el silencio cómplice

Durante mucho tiempo, a los voluntarios sociales nos han presentado como personas extraordinarias
José Carlos García Fajardo
martes, 19 de mayo de 2015, 21:03 h (CET)
Se puede engañar a unos pocos durante un tiempo, pero no a todos indefinidamente. Los datos de la ciencia, la experiencia compartida de los pueblos y el creciente diálogo intercultural están en órbita gracias al desarrollo de las comunicaciones que nos permiten ser testigos de excepción del ocaso de unos modelos de desarrollo que han llegado a un punto de saturación que no tiene retorno, porque ha alcanzado el techo de su propia contradicción.

Ignorarlo es no saber escrutar los signos de los tiempos, y silenciarlo es convertirse en cómplices. Algo no puede ir bien cuando la vida se transforma en espera, muchas veces sin esperanza. Lo malo es cuando no se actúa por temor a equivocarse o por dudar de la capacidad para hacer algo por los demás. Durante mucho tiempo, a los voluntarios sociales nos han presentado como personas extraordinarias.

En realidad, se trata de personas capaces de descubrir a tiempo la radical indigencia de toda criatura y de comprender que, en el reconocimiento de la propia debilidad, están las raíces de la auténtica fortaleza. Un día comprendemos que nos agobiábamos por problemas que perdían su virulencia ante las verdaderas desgracias que se descubren cuando nos asomamos a los umbrales de la marginación y de la desesperanza. Uno se pasma de haber estado pasando tantos años junto al dolor y junto a la soledad de los que estaban ahí, “a la vuelta de la esquina”.

La gota que se sabe océano, la persona que se sabe humanidad y, por lo tanto, insustituible, única, tiene una actitud radicalmente distinta a las de las gentes manipuladas por el consumismo, las prisas, la inseguridad y el miedo. No hay que calentarse la cabeza buscando ocasiones extraordinarias para hacer cosas grandes. Quizá nunca lleguen esas ocasiones. No existen límites de edad, de sexo o de condición social para practicar la solidaridad. Lo que importa es echarse a andar, ponerse en camino y sentir la pasión por la justicia; luego nos damos cuenta de que es más fácil de lo que suponíamos vivir la experiencia de compartir la soledad de los demás, su marginación y su abandono.

Nunca es tarde para comenzar porque hoy es siempre, todavía. Siempre se pueden sacar dos horas a la semana de cualquier actividad. No tenemos que hacer más. Así no nos cansaremos y podremos ser fieles a esa cita con lo mejor de nosotros mismos: con el que nos necesita y se agarra a la mano que le tendemos, abierta y pobre, pero generosa.

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