Josu Jon Imaz ha decidido retirarse de la política activa y pasar a un segundo plano. No sabemos todavía la relación que mantendrá dentro del PNV, aún es pronto para adivinarlo, pero sí ha asegurado él mismo que se marcha a la empresa privada. Se jubila, políticamente hablando.
La decisión, que saltó a los medios digitales el pasado miércoles a media tarde, mientras se iniciaba el curso parlamentario en el Congreso, sorprendió a propios y extraños. El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en una entrevista a la cadena Ser esa misma tarde, se mostró extrañado, diría yo, con la decisión tomada por Imaz. Sabido es que entre ambos ha existido un cierto feeling durante el periodo en el que el Gobierno ha estado negociando con ETA. Sabido es, también, que Imaz se ha mostrado como la cara amable -si esto es posible- del nacionalismo vasco.
Lo que me llama la atención es el proceso (desconozco cómo se fragua en otros países, aunque por lo visto y oído en las secciones de internacional, sospecho que, exceptuando casos sonoros, España es la excepción) por el cual nuestros políticos hacen carrera de ello para pasarse al sector privado. Lo que sorprende es que el camino natural para la buena gobernación de un país, como puede serlo para una Comunidad Autónoma o un municipio, en España, se haga justamente al revés de como marcan la lógica y la razón. Voy a ello.
Profesionalizar la política significa que el ciudadano que ocupa un cargo público reciba una remuneración por ello. El asunto de la cuestión es que da la impresión de que cada vez tenemos profesionales de la política que se afilian a un partido político desde bien jovencitos, suben como la espuma, acceden a un cargo público como si de una joven promesa del fútbol se tratara y de ahí a la eternidad. Les suenan un tal José Montilla o Daniel Sirera. ¿Profesión?
El proceso lógico, y que marca la razón y la historia -se me lean la historia de la política de la Grecia clásica-, es que para los cargos públicos accedan los mejor preparados. El filtro democrático, no se me alteren las dos o tres lectoras que aún siguen por estos lares digitales, se le supone a los partidos políticos. Es decir, son estos los que deberían presentar a los mejor preparados para los cargos públicos y los ciudadanos escoger al mejor de entre los mejores.
Pero, como sabemos, esto no es así. Imaz tiene 44 años. Aznar tiene 54. Piqué, 52. Incluso, Felipe González cuenta hoy día con 65 primaveras. Voluntariamente o porque las urnas les han forzado a ello en España se jubilan -o jubilamos- a los políticos muy pronto porque el camino que estos han tomado es el inverso al deseable.
Me gustaría, como ciudadano, tener al mejor gestor para cualquier ministerio, consejería o regidoría, y esto incluye al más experimentado, al que ante situaciones adversas tuviera más recursos para afrontarlas con éxito. ¿Puede un político de 44 años, como Imaz; o uno de 43 como cuando Aznar accedió a la Presidencia del Gobierno; o uno con 40, como Felipe González, en 1982, representar al mejor de entre los mejores? Y otro problema, ¿qué hace una sociedad con un ex-presiente de 51 años? ¿O con uno de 48 si Zapatero pierde en 2008?
Lo público gusta, las ambiciones son extremas y las ansias de poder infinitas. Así nos va. La regeneración política empieza por el planteamiento general. Algo imposible, algo utópico.