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Reflexiones de un viejo

Francisco Rodríguez
martes, 7 de abril de 2015, 22:01 h (CET)
Cuando me iba a jubilar pensaba con optimismo que podría paladear el tiempo sin prisas ni agobios de agenda, que podría recrearme con calma en mis aficiones: colocar en su álbum los sellos de correos, ordenar mis libros, hacer viajes y otras cosas por el estilo.

Pues ya hace bastantes años que me jubilé y resulta que el tiempo pasa cada vez más aprisa, más acelerado. Las semanas se me pasan mucho más rápido que cuando estaba trabajando. Comencé a dedicar tiempo a mis aficiones pero me aburrí pronto. Los sellos siguen guardados en algún lado y los libros siguen amontonándose por toda la casa. Viajamos con gusto al principio, pero ya tenemos pocas ganas de movernos de sitio. La agenda no ha dejado de estar repleta de citas, pero ahora son con los médicos, los analistas, los odontólogos, los oculistas o los fabricantes de audífonos, que tratan de reparar nuestros progresivos deterioros. Vamos a la farmacia tanto o más que al supermercado.

También he caído en la cuenta de que, en nuestro diario local, lo primero que leo son las esquelas mortuorias y veo que la gente se muere a edades cada vez más avanzadas, pero también encuentro a personas que conocí en el servicio militar o en el colegio, compañeros de trabajo, amigos o vecinos, gentes de mi edad. He hecho el propósito de no volver a sacar las viejas fotos de grupos, pues cada vez es menor el número de los que sobreviven.

Mi actual percepción del tiempo me ha llevado a releer lo que decía Séneca sobre la brevedad de la vida, pues aunque la esperanza de vida ha aumentado, el sentimiento de brevedad permanece. De ese número de años, cada vez más elevado, cuántos hemos vivido realmente, cuántos hemos desperdiciado, cuántos se nos han ido sin apenas darnos cuenta.

Recuerdo un cuento de Jorge Bucay en el que el visitante de un cementerio se extraña de las inscripciones de las lápidas: vivió 2 años, vivió 8 meses, vivió año y medio y así todas por el estilo, pregunta si se trata de un cementerio de niños y le informan de que no se trata de niños, sino de personas normales que en aquel pueblo van anotando durante su vida, cuidadosamente, los días que habían sido felices y el total de ellos es lo que se consigna en su tumba.

Concuerda el cuento con lo que dijo Séneca, de que la parte más pequeña de nuestra vida es la que vivimos. Dilapidamos nuestro caudal de años en mil cosas que no nos hacen mejores ni más personas. Hay gente tan ocupada que no le da tiempo para vivir.

Quizás todos tendríamos que examinar lo que hacemos con nuestra vida y los que nos queda poca, con mucha más atención. La vida nos fue concedida como un don para que la viviéramos en plenitud. San Juan de la Cruz nos recuerda que al atardecer de la vida nos examinarán del amor. Este examen es mucho más serio que cualquier reválida y la nota será definitiva e inapelable.

Ya sé que muchos piensan que después de la muerte no hay nada, pero ¿y si hay Alguien a quien rendir cuentas de nuestra existencia, de los años que vivimos? Por mi parte creo en la vida eterna. Los que no creen ¿están absolutamente seguros? ¿Ni una duda, siquiera?

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