Las urnas, recientes hornos del pan nuestro de cada día -me refiero a la política venida a menos en esencia y a más en otros aspectos que poco o nada tienen que ver con la misma-, son, al parecer y según nos quieren hacer creer, la máxima expresión del ejercicio de la democracia para cualquier ciudadano. Puede que nos traguemos eso, o puede que hagamos que nos lo tragamos acudiendo en cada jornada electoral a esa cita esporádica, puntual y simulada. Otra clara expresión democrática, o así al menos lo recoge su “Biblia” particular, la Constitución, es el derecho a manifestarse, manifestarse como lo han hecho los trabajadores de Delphi y, con ellos y en un aliento conjuntado, todo el entorno de la Bahía de Cádiz. Eso sí que es democracia, y otras muchas cosas que ahora no vienen a colación.
Ha ocurrido que, en plena campaña electoral, el Presidente Zapatero, esperemos que no obnubilado por los efectos alucinógenos de cualquier proceso de esta índole, les ha prometido que sus puestos de trabajo están garantizados mediante la recolocación en otras empresas de la zona. Con el sincero deseo de que esta promesa se cumpla, y de que no se la lleve lejos el recuento de los votos, he de reconocer, sin embargo, que me parece un agravio comparativo en relación a otros muchos casos similares que se reproducen en el resto de la geografía nacional. Nunca he entendido los baremos que determinan actuaciones de este tipo, el determinismo político, tan denostado y contraindicado por muchos en nuestro sistema actual, sólo se aplica, o defiende, en aquellos casos en los que interesa. Arbitrario o no, hay ciertos comportamientos que pueden ser elogiables y, al mismo tiempo, reivindicables no solo en un caso sino en un ciento.
En paralelo, aunque también convergente, sin que este contrasentido sea imposible en este caso, nos enteramos de que la diferencia entre el salario del trabajador con carrera y aquellos que por, un motivo u otro, no han podido sacársela cada vez es menor. Reconozco que, aún estando en el saco de los primeros, aplaudo que muchos de los trabajadores que podríamos incluir en el segundo grupo cobren igual o más que algunos del mío propio. Es como todo, hay casos y casos. No obstante, lo que me preocupa son los posibles efectos secundarios y continuistas que se manifiestan con esta tendencia. La formación pierde peso, la educación deja de ser importante cuando, como todos podemos entender, es el pilar básico de toda sociedad. La cíclica dinámica absorbente en la que se puede pensar equivocadamente que estudiar no merece la pena si con lo que se vive es con el dinero –nada más lejos de la realidad-, puede derivarnos a un futuro acomodaticio en el que pronto nos encontremos que profesionales indispensables e imprescindibles han desaparecido o no son suficientes. Hay muchos caminos que compensan el sudor de un salario.