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Etiquetas | Pandemia | 2020 | Vacuna
Aunque 2020 ha sido un año aciago parece que termina con esperanza gracias a la distribución de las vacunas contra al Covid-19

El año en el que no aprendimos lo que debimos haber aprendido hace tiempo

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La rapidez con la que se están consiguiendo es extraordinaria, a la altura de lo inusual que están siendo esta pandemia y sus efectos económicos. Hemos de felicitarnos, pero no podemos olvidar, como señalan algunos informes, que los países más pobres solo podrán disponer de alguna vacuna, con suerte, a partir de 2022. Y no sólo eso. Es muy ingenuo creer que con ella se resuelven todos los problemas que genera la pandemia, que las economías se van a recuperar rápidamente y que entraremos enseguida en una nueva etapa de prosperidad.

Si bien es cierto que la mayoría de los gobiernos han realizado un esfuerzo ímprobo para combatir los efectos del coronavirus no lo es menos que se han dejado sin resolver, e incluso sin plantear, algunos problemas que pueden terminar por ser incluso más letales que las propias pandemias para el futuro del planeta.

Quizá no esté de más, ahora que se hace balance y se tienen buenas intenciones, volver a poner los más importantes sobre la mesa.

A pesar del golpetazo en la cara que ha supuesto la pandemia, no parece que hayamos aprendido que no se puede jugar con la naturaleza, que ésta no es nuestra y que, aunque lo fuera, no podemos alterar sus leyes y procesos. La salvaguarda de la vida en el planeta y de los equilibrios medioambientales que la hacen posible debería ser un principio esencial que impidiera que se supedite a los intereses comerciales, pero seguimos sin actuar así. La reciente apertura de mercados de futuros del agua es una buena prueba de que la humanidad no se ha dado cuenta todavía de que los recursos naturales no son mercancías sino comunes cuyo uso no puede estar regulado por los mercados.

No parece que hayamos aprendido que la economía y la vida social no pueden guiarse tan sólo por la satisfacción de los intereses particulares de los grupos de población más poderosos, y que es imprescindible que se dediquen recursos suficientes para que se pueda garantizar la provisión de bienes públicos esenciales como la investigación, la sanidad, el cuidado o la seguridad. Que una pandemia ampliamente anunciada haya impactado en todos los países con tanta improvisación y en medio de carencias fundamentales es una prueba evidente de que las prioridades de atención e inversión en nuestro mundo están colocadas completamente al revés.

No queremos aprender que la desigualdad es un peligro letal que produce crisis económicas recurrentes, además de creciente insatisfacción. ¿Cómo se puede justificar que la ayuda que han recibido todas las familias estadounidenses por la crisis de la Covid-19 (465.000 millones de dólares) sea prácticamente la misma que el incremento de patrimonio de las 16 personas más ricas de aquel país (471.000 millones)

Tampoco parece que queramos aprender que es completamente insostenible que el motor que empuja a las economías sea el negocio de la banca, es decir, la deuda. Es una barbaridad que, incluso en momentos de emergencia como los que vivimos, no se esté siendo capaz de poner en marcha mecanismos de respuesta y financiación que no supongan su incremento, en beneficio exclusivo del negocio bancario. Una lección básica que no hemos aprendido y cuyo desconocimiento lo vamos a pagar bien caro cuando, al salir de esta crisis de la Covid-19, entremos en otra provocada por el desbordamiento de la deuda gubernamental y privada.

No aprendemos tampoco que las finanzas deben ser un instrumento al servicio de las empresas y los hogares, de la actividad productiva y del consumo, y no un fin en sí mismo que lo único que consigue es que el 1% más rico de la población ponga ceros sin parar en sus cuentas bancarias. El haber aprovechado la pandemia para seguir capitalizando artificialmente a las bolsas, permitiendo que los grandes fondos de inversión y las grandes empresas obtengan beneficios descomunales con el dinero público y manipulando sus activos con el único fin de ganar dinero especulando con ellos, es también una prueba palpable de la irracionalidad con la que funciona la economía mundial.

No hemos entendido que los problemas globales necesitan soluciones globales coordinadas y que, cuando la vida y el patrimonio de las personas están en peligro por emergencia como las que estamos viviendo, es imprescindible la cooperación y la ayuda mutua, la solidaridad y el esfuerzo en común. La competencia entre los gobiernos a la hora de disponer de recursos sanitarios básicos, la negativa de algunos de ellos a vender mascarillas o respiradores cuando otros países los necesitaban, el egoísmo de los países ricos a la hora de planificar la distribución de la vacuna y el desconcierto o la simple ausencia de gobernanza global, en medio de una pandemia de consecuencias tan dramáticas, muestra que nuestro planeta está realmente a la deriva.

La pandemia nos ha mostrado, sin que tampoco parezca que lo hayamos entendido, que no se puede dejar al albur de lógicas mercantiles globales la disposición de recursos esenciales básicos, sanitarios, tecnológicos, alimenticios, o incluso culturales que se pueden obtener con más eficiencia, menos coste energético y mayor seguridad en la economía de proximidad, en el interior de las naciones.


Seguimos sin entender y aceptar que la democracia no es tal cuando se queda a las puertas de las cuestiones económicas, que sin democracia económica no hay democracia efectiva ni real.

Que la pandemia haya sido el caldo de cultivo para violar derechos humanos, para fortalecer el poder de los grande grupos mediáticos, o el de la proliferación de la mentira y la desinformación estratégicamente difundidas, muestra también que no hemos querido entender que la libertad en la que supuestamente están instaladas las sociedades más avanzadas del planeta es una falacia porque no está garantizada la rendición de cuentas, la pluralidad en la emisión de la información, la retroactividad y la comunicación auténtica que es algo muy distinto a la difusión de mensajes en un solo sentido, como ocurre bajo el imperio actual de los grandes conglomerados informativos al servicio de los grandes grupos de poder económico y financiero.

Hemos de tener esperanza y confiar en que las cosas vayan a mejor en 2021 pero, si seguimos sin abordar los grandes retos estructurales de nuestro tiempo, el mundo va a tener, en un futuro muy próximo, problemas aún más graves que los que hemos vivido el ya pasado año.

El año en el que no aprendimos lo que debimos haber aprendido hace tiempo

Aunque 2020 ha sido un año aciago parece que termina con esperanza gracias a la distribución de las vacunas contra al Covid-19
Juan Torres López
jueves, 7 de enero de 2021, 13:10 h (CET)

La rapidez con la que se están consiguiendo es extraordinaria, a la altura de lo inusual que están siendo esta pandemia y sus efectos económicos. Hemos de felicitarnos, pero no podemos olvidar, como señalan algunos informes, que los países más pobres solo podrán disponer de alguna vacuna, con suerte, a partir de 2022. Y no sólo eso. Es muy ingenuo creer que con ella se resuelven todos los problemas que genera la pandemia, que las economías se van a recuperar rápidamente y que entraremos enseguida en una nueva etapa de prosperidad.

Si bien es cierto que la mayoría de los gobiernos han realizado un esfuerzo ímprobo para combatir los efectos del coronavirus no lo es menos que se han dejado sin resolver, e incluso sin plantear, algunos problemas que pueden terminar por ser incluso más letales que las propias pandemias para el futuro del planeta.

Quizá no esté de más, ahora que se hace balance y se tienen buenas intenciones, volver a poner los más importantes sobre la mesa.

A pesar del golpetazo en la cara que ha supuesto la pandemia, no parece que hayamos aprendido que no se puede jugar con la naturaleza, que ésta no es nuestra y que, aunque lo fuera, no podemos alterar sus leyes y procesos. La salvaguarda de la vida en el planeta y de los equilibrios medioambientales que la hacen posible debería ser un principio esencial que impidiera que se supedite a los intereses comerciales, pero seguimos sin actuar así. La reciente apertura de mercados de futuros del agua es una buena prueba de que la humanidad no se ha dado cuenta todavía de que los recursos naturales no son mercancías sino comunes cuyo uso no puede estar regulado por los mercados.

No parece que hayamos aprendido que la economía y la vida social no pueden guiarse tan sólo por la satisfacción de los intereses particulares de los grupos de población más poderosos, y que es imprescindible que se dediquen recursos suficientes para que se pueda garantizar la provisión de bienes públicos esenciales como la investigación, la sanidad, el cuidado o la seguridad. Que una pandemia ampliamente anunciada haya impactado en todos los países con tanta improvisación y en medio de carencias fundamentales es una prueba evidente de que las prioridades de atención e inversión en nuestro mundo están colocadas completamente al revés.

No queremos aprender que la desigualdad es un peligro letal que produce crisis económicas recurrentes, además de creciente insatisfacción. ¿Cómo se puede justificar que la ayuda que han recibido todas las familias estadounidenses por la crisis de la Covid-19 (465.000 millones de dólares) sea prácticamente la misma que el incremento de patrimonio de las 16 personas más ricas de aquel país (471.000 millones)

Tampoco parece que queramos aprender que es completamente insostenible que el motor que empuja a las economías sea el negocio de la banca, es decir, la deuda. Es una barbaridad que, incluso en momentos de emergencia como los que vivimos, no se esté siendo capaz de poner en marcha mecanismos de respuesta y financiación que no supongan su incremento, en beneficio exclusivo del negocio bancario. Una lección básica que no hemos aprendido y cuyo desconocimiento lo vamos a pagar bien caro cuando, al salir de esta crisis de la Covid-19, entremos en otra provocada por el desbordamiento de la deuda gubernamental y privada.

No aprendemos tampoco que las finanzas deben ser un instrumento al servicio de las empresas y los hogares, de la actividad productiva y del consumo, y no un fin en sí mismo que lo único que consigue es que el 1% más rico de la población ponga ceros sin parar en sus cuentas bancarias. El haber aprovechado la pandemia para seguir capitalizando artificialmente a las bolsas, permitiendo que los grandes fondos de inversión y las grandes empresas obtengan beneficios descomunales con el dinero público y manipulando sus activos con el único fin de ganar dinero especulando con ellos, es también una prueba palpable de la irracionalidad con la que funciona la economía mundial.

No hemos entendido que los problemas globales necesitan soluciones globales coordinadas y que, cuando la vida y el patrimonio de las personas están en peligro por emergencia como las que estamos viviendo, es imprescindible la cooperación y la ayuda mutua, la solidaridad y el esfuerzo en común. La competencia entre los gobiernos a la hora de disponer de recursos sanitarios básicos, la negativa de algunos de ellos a vender mascarillas o respiradores cuando otros países los necesitaban, el egoísmo de los países ricos a la hora de planificar la distribución de la vacuna y el desconcierto o la simple ausencia de gobernanza global, en medio de una pandemia de consecuencias tan dramáticas, muestra que nuestro planeta está realmente a la deriva.

La pandemia nos ha mostrado, sin que tampoco parezca que lo hayamos entendido, que no se puede dejar al albur de lógicas mercantiles globales la disposición de recursos esenciales básicos, sanitarios, tecnológicos, alimenticios, o incluso culturales que se pueden obtener con más eficiencia, menos coste energético y mayor seguridad en la economía de proximidad, en el interior de las naciones.


Seguimos sin entender y aceptar que la democracia no es tal cuando se queda a las puertas de las cuestiones económicas, que sin democracia económica no hay democracia efectiva ni real.

Que la pandemia haya sido el caldo de cultivo para violar derechos humanos, para fortalecer el poder de los grande grupos mediáticos, o el de la proliferación de la mentira y la desinformación estratégicamente difundidas, muestra también que no hemos querido entender que la libertad en la que supuestamente están instaladas las sociedades más avanzadas del planeta es una falacia porque no está garantizada la rendición de cuentas, la pluralidad en la emisión de la información, la retroactividad y la comunicación auténtica que es algo muy distinto a la difusión de mensajes en un solo sentido, como ocurre bajo el imperio actual de los grandes conglomerados informativos al servicio de los grandes grupos de poder económico y financiero.

Hemos de tener esperanza y confiar en que las cosas vayan a mejor en 2021 pero, si seguimos sin abordar los grandes retos estructurales de nuestro tiempo, el mundo va a tener, en un futuro muy próximo, problemas aún más graves que los que hemos vivido el ya pasado año.

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