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Nueve meses

Voces disímiles, inatrapables convocaba detener la imagen y el sonido repicaba en las vísceras, detener el audio para volver a escuchar lentamente los versos que se me escapaban y era realmente difícil despegarse de la pantalla
Manuel Montes Cleries
lunes, 9 de noviembre de 2020, 10:51 h (CET)

Han pasado nueve meses. Casi trescientos días desde aquél nueve de marzo en que nos atrincheramos en nuestros domicilios para evadirnos del contagio del maldito Covid-19. En mi familia hemos vivido multitud de embarazos de todo tipo; en todos ellos la esperanza depositada en el nacimiento de un nuevo vástago, ha superado la preocupación por la responsabilidad en su formación y en su salud que conlleva su venida al mundo.

En el caso presente, lo que hemos parido entre todos ha sido una situación de incertidumbre y de temor hacia el futuro. Los “facultativos” que nos atienden no nos ofrecen ninguna confianza. Un resquemor cimentado en su demostrada ineficacia. Las estadísticas sobre la pandemia de hoy nos muestran una situación idéntica o peor que hace nueve meses. De la economía o del paro mejor no hablar

La “buena noticia” de hoy se basa en que la mayoría de los españoles nos hemos adaptados a la “nueva anormalidad”. Somos unos súbditos ejemplares. Nos hemos resignado a una especie de confinamiento físico y mental que nos impide abrazarnos, comer juntos o hacer lo que nos de la gana sin molestar a los demás. Temo que en un corto plazo vamos a volver a repetir canciones machaconas y a aplaudir desde los balcones. Cada noche llamaré a mi hijo médico o a mi hija matrona y les preguntaré como han superado el día. De vez en cuando me tomaré la temperatura e invocaré a todos los Santos para que por lo menos “nos dejen como estamos”. Agua y ajo.

Los que no hemos vivido de cerca una guerra nos encontramos con una situación parecida a la que sufrieron nuestros antepasados que vivían en la retaguardia. Esperanzados, pero ignorantes de lo que nos deparará el porvenir. Soñando con volver a la situación de hace menos de un año, que añoramos y que vemos muy lejana en el tiempo.


Durante el verano pudimos vivir una especie de espejismo. Caminamos por la playa, disfrutamos del sol y del mar. Llegamos a pensar que esta pesadilla se estaba acabando. La cruda realidad nos ha vuelto a llevar a una situación en la que tenemos que ¿confiar? en unas ¿sesudas declaraciones? de los ¿expertos? en las que se nos afirma cada día una cosa distinta. La última es que tendremos vacuna dentro de seis meses. Ni un día más ni un día menos. Y yo me pregunto: ¿por la mañana o por la tarde? Para estar preparados.

Me temo que el “parto de la burra” se va a quedar en agua de borrajas en comparación con el “parto de la vieja y añorada normalidad”.

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Hay noticias que rayan el insulto y el desprecio hacia quienes se dirigen. Que son asumidas como una verdad irrefutable y que en ese globo sonda enviado no tiene la menor respuesta indignada de quienes las reciben. El problema, por tanto, no es la noticia en sí, sino la palpable realidad de que han convertido al ciudadano en un tipo pusilánime. En un mendigo de migajas a quien los grandes poderes han decidido convertirle, toda su vida, en un esclavo del trabajo.

La sociedad española respira hoy un aire denso, cargado de indignación y desencanto. La sucesión de escándalos de corrupción que salpican al partido en el Gobierno, el PSOE, y a su propia estructura ejecutiva, investigados por la Guardia Civil, no son solo casos aislados como nos dicen los voceros autorizados. Son síntomas de una patología profunda que corroe la confianza ciudadana.

Frente a las amenazas del poder, siempre funcionaron los contrapesos. Hacen posible la libertad individual, que es la única real, aunque veces no seamos conscientes de la misma, pues se trata de una condición, como la salud, que solo se valora cuando se pierde. Los tiranos, o aspirantes a serlo, persiguen siempre el objetivo de concentrar todos los poderes. Para evitar que lo logren, están los contrapesos.

 
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