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​La dignidad del día a día

JD Mez Madrid, Girona
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sábado, 19 de septiembre de 2020, 09:28 h (CET)

El motivo me parece tan impresionante y, a la vez sencillo, como que es, casi exactamente, la misma vida a la que quiso someterse Dios hecho Hombre, Jesucristo, durante la mayor parte de su existencia en este mundo.

No quiso vivir en un grandioso palacio, personaje de grandes actos protocolarios y recibiendo a altas autoridades, porque sabía perfectamente que la mayor gloria que podía dar a Dios era ofrecerle su levantarse cada día, su desayuno, su ayudar en casa, su educación, su ir a comprar esto o lo otro, su estar con sus familiares y amigos, su trabajo, su último beso del día a su padre y a su Madre de “hasta mañana”. Así lo confirmó en varias ocasiones Dios Padre, llamándole mi “hijo predilecto, mi hijo preferido”. Y además, ni más ni menos, dijo “en quien tengo mis complacencias”.

Pero Él, haciéndolo así, nos ha enseñado un truco y, no poco importante, y es que cada cosa que hacía, hasta las más pequeñas, daban Gloria a Dios y, por lo tanto, manifestaba su dignidad.

Al hacerlo así, podemos aprender que en cada cosa pequeña nuestra del día a día también podemos manifestar la grandísima dignidad de Dios. Verdaderamente vale la pena levantarse cada día, aunque nuestro frágil cuerpo nos pida un poquito más de sueño.


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El 1 de julio de 1938, a la hora 20, el delegado norteamericano en la Conferencia para la Paz en el Chaco, Spruille Braden, informaba desde Buenos Aires al secretario de estado Cordel Hull que el delegado paraguayo Efraim Cardozo le había llamado para decirle que estaba tratando de convencer al presidente de la Delegación paraguaya, Gerónimo Zubizarreta, del plan para finiquitar el problema de límites entre Paraguay y Bolivia.

Dando por cierto que en este país la envidia es el deporte nacional, los españoles somos muy dados a la cerrazón, pero la obstinación y la porfía no le quedan a la zaga. Aquí, como decía Antonio Machado, “de diez cabezas, nueve embisten y una piensa”.

 
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