Temporeros, inmigrantes sin papeles que se dedican a la recolección de mandarinas han tenido el desagradable honor de merecer salir en los telenoticias porque viven debajo de un puente, ya que no les queda otra alternativa. Los salarios de hambre que cobran y los expolios a que los someten las mafias que se encargan de contratarlos, no les da opción. Si acuden a la policía para denunciar los abusos, ésta, se lava las manos y les dice que como son indocumentados no pueden hacer nada para ayudarlos a resolver su problema.
Esta noticia me ha traído a la memoria una conversación que años ha tuve con un guardia civil que estaba de servicio en la puerta de la cárcel de Lleida. Al salir del centro penitenciario, le saludé. Respondió a mi saludo. Entablamos conversación. En el transcurso de la misma me preguntó si sabía quien era. Le contesté: -Un guardia civil. “-No,” me dijo, “soy un número. Con ello ya se puede imaginar el concepto que se tiene de nosotros”. Con el paso del tiempo he olvidado el rostro y la breve conversación que sostuve con este “número”. Lo que no se ha borrado nunca de mi mente ha sido : “soy un número”. Desde entonces esta expresión la utilizo con cierta frecuencia para denunciar el escaso valor que se le da al ser humano.
Brenan Menning ha dicho. “Un cristiano que no sólo mira, sino que ve al otro, le comunica que le reconoce como un ser humano en un mundo impersonal de objetos”.
Cuando se dan cifras, los dirigentes de las iglesias presumen que somos tantos cientos de millones de cristianos. Si aplicamos el principio de medir de Menning resulta que son tan pocos los que “ven” que sería conveniente que los dirigentes eclesiásticos se hiciesen revisar la vista. Da la impresión de que miran con telescopio los registros eclesiásticos.
Volviendo al tema de los inmigrantes sin papeles que recogen mandarinas, mañana tal vez fresas, ensaladas, peras o melocotones, explotados con vilipendio, veamos lo que nos dice la Biblia al respecto.
Por su desobediencia a Dios su Libertador, que los había sacado con mano fuerte de la esclavitud que los oprimía en Egipto, los israelitas fueron condenados a vagar por el desierto durante cuarenta años sin la posibilidad de entrar en la Tierra Prometida. Se acerca el fin del cumplimiento de la sentencia. Ante sus ojos aparecen deslumbrantes los verdes vergeles y los dorados campos de trigo que en breve proveerán abundantemente sus necesidades. Siendo el hombre muy olvidadizo, Moisés actúa con mucha sensatez al recordar a su pueblo las enseñanzas que había impartido durante el largo peregrinaje por el desierto del Sinaí.
Nos limitaremos a refrescar la doctrina que tenía que ver con el trato que los israelitas tenían que dar a los pobres que había entre ellos y a los jornaleros que necesitaban sin dilación el salario para poder comer.
“Y si el hombre fuere pobre, no te acostarás reteniendo aún su prenda. Sin falta le devolverás la prenda cuando el sol se ponga, para que pueda dormir en su ropa y te bendiga, y te será justicia delante del Señor tu Dios” (Deuteronomio,24:12,13). Por las deudas contraídas, el pobre habría empeñado su túnica para poder comprar un mendrugo de pan con el que dar de comer a su familia. Esta prenda era lo único de valor que poseía. A la vez le servía de manta para protegerse del frío nocturno. A la puesta del sol, el prestador tenía que devolverla al fiado para que este pudiera protegerse de las inclemencias nocturnas. El texto nos quiere decir que entre los israelitas no tenía que haber personas que pasasen penuria. Atender a las necesidades de los sin techo atraería, como el pararrayos el rayo, la bendición de Dios.
“No oprimirás al jornalero pobre y menesteroso, ya sea de tus hermanos o de los extranjeros que habitan en tu tierra dentro de tus ciudades, en su día les darás el jornal, y no se pondrá el sol sin dárselo, pues es pobre, y con él sustenta su vida, para que no clame contra ti al Señor, y sea en ti pecado” (Deuteronomio,24:14,15).
En aquella lejana época, los salarios cubrían estrictamente las necesidades de un día. Por este motivo el empleador debía pagar puntualmente el salario a sus trabajadores al finalizar la jornada para que pudiesen comprar lo necesario para sus sustento del siguiente día. No cumplir con esta obligación sería pecado que atraería el castigo de Dios.
El Antiguo Testamento nos ilustra en diversos pasajes que el incumplimiento de las obligaciones sociales para con los pobres y menesterosos atraía el castigo de Dios en la forma de catástrofes que arruinaban Israel como nación. “No robes al pobre, nos dice Dios por la pluma de Salomón, porque es pobre, ni quebrantes en la puerta al afligido, porque el Señor juzgará la causa de ellos, y despojará el alma de aquellos que los despojaren” (Proverbios,22.22,23).
¿Nos hemos parado a pensar en si el trato que damos, no sólo a los inmigrantes que recogen mandarinas u otros productos agrícolas o a los otros trabajadores indocumentados que laboran en nuestras empresas, sino también a los pobres y menesterosos del llamado Tercer Mundo, no es causa, sino del todo, sí en parte, de los azotes que afligen a Occidente?
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