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“Busca tu regalo de Navidad en lo más profundo de tu corazón. No bajo el seductor envoltorio del árbol” Anónimo

Aquellas Navidades

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La Navidad siempre me ha producido un sentimiento de melancolía, sufrimiento y rebeldía.

La melancolía me la produce el no poder evitar revivir aquellos momentos de mi niñez en los que el 22 de diciembre, el día del sorteo de la Lotería de Navidad, ese sorteo en el que —aunque digamos lo contrario— todos depositamos una secreta esperanza de ser agraciados con “el gordo”, mi padre llegaba a medio día con el sobre que contenía la paga de Navidad. Entonces solo los acaudalados tenían una cuenta en el banco. Las cuatro perras que te pagaban en tu centro de trabajo, te las daban metidas en un sobre. Algunos billetes y el pico hasta completar el total de tus retribuciones, en monedas a las que llamábamos calderilla.

A la llegada de mi padre, toda la familia nos íbamos inmediatamente a la tienda de “ultramarinos” —algún día les contaré por qué se llamaban así los establecimientos que ahora llamamos supermercados— a comprar el extraordinario de Navidad. La excepcional compra se componía de una tableta de turrón duro de almendra —ese al que llamaban de piedra porque es tan duro que al morderlo te puedes dejar un diente—, otra tableta del de Jijona, el que al cogerlo te quedan todos los dedos pringosos de un líquido grasiento que suelta el turrón; una botella de anís de “La castellana” o de “La asturiana” porque se hacían la competencia y que a falta mejores instrumentos, nos servían de acompañamiento musical rascando sus relieves con el borde de un cuchillo para cantar los 4 villancicos tradicionales de siempre en la soledad de la reducida familia. ¡Ah! Y para mi padre una botella de coñac “Las tres cepas”, un aguardiente que al pasar por la garganta te dejaba sin resuello.

Por aquel entonces, a pesar de la penuria en medio de la cual subsistíamos, en busca del aguinaldo llamaban a la puerta el cartero, el sereno —las generaciones de hoy no lo conocen porque en los sesenta lo sustituimos por el interfono— el cobrador de la luz, el del agua y sobre todo la chiquillería del barrio cantándonos un villancico y felicitándonos la Navidad.

Eran tiempos de penurias y todos pasaban en busca de unas monedas menos el basurero, que en vez de cobrar una tasa de residuos, nos obsequiaba con algún producto de los que cosechaba en su terruño en agradecimiento a que durante todo el año le entregábamos los desperdicios de la poca comida que teníamos y con ellos mantenía a sus animales.

Hoy el cartero –al que ya no conocemos— ha cambiado la buena nueva que suponía la carta de un amigo o un familiar, por alguna enojosa factura cuyo contenido, la mayoría de las veces, es más difícil de descifrar que los inescrutables jeroglíficos egipcios.

El carro del basurero dejó paso al estruendoso camión nocturno de la basura y su modesto, pero agradecido obsequio navideño, por la fría tasa de basuras que nos pasa el Ayuntamiento.

El espíritu modesto y entrañablemente familiar con que celebrábamos la venida del Niño Dios ha dado paso a una frenética y ostentosa exhibición de enfermizo consumismo.

Los animales del pesebre, hicieron todo lo que podían hacer. Dar al recién nacido su aliento. No se nos pide más a nosotros y sin embargo, en un derroche intolerable, millones de luces convierten nuestras ciudades en ascuas de luz. Millones de dardos que clavamos en el alma del Redentor cuando millones de seres inocentes mueren de inanición antes de llegar a cumplir un año o en su más tierna infancia.

¿A quién no se le parte el corazón frente a esos ojos suplicantes que miran sin entender nuestro indiferente despilfarro? Lo que cuenta, no es lo que se da, el aliento de la mula y el buey o el oro de los magos, sino el fervor del corazón que ennoblece la ofrenda.

Mirando el desgarrador cuadro que nos ofrece el tercer mundo, la vida se convierte en un doloroso desgarro, tan horrible e inhumano, que resulta angustioso pensar en ella. Preferimos sumergirnos en la vorágine de un mundo virtual y olvidarnos de que tenemos sensibilidad, de que tenemos un alma, un alma que nos grita.

Pero, ¿Quién nos ayudará a olvidar? Porque desde allá, desde lo más profundo, nos llegan, de repente, grandes voces ahogadas, trémulas...

¡Que vacío, que abandono el de esta noche si la conmemoración del nacimiento de aquel que vino al mundo a redimirnos, se limita a unos días festivos, a atiborrarnos de lo que no somos capaces de digerir y a regalarnos ese universo de cosas que nunca vamos a usar!

Aquellas Navidades

“Busca tu regalo de Navidad en lo más profundo de tu corazón. No bajo el seductor envoltorio del árbol” Anónimo
César Valdeolmillos
miércoles, 24 de diciembre de 2014, 09:44 h (CET)
La Navidad siempre me ha producido un sentimiento de melancolía, sufrimiento y rebeldía.

La melancolía me la produce el no poder evitar revivir aquellos momentos de mi niñez en los que el 22 de diciembre, el día del sorteo de la Lotería de Navidad, ese sorteo en el que —aunque digamos lo contrario— todos depositamos una secreta esperanza de ser agraciados con “el gordo”, mi padre llegaba a medio día con el sobre que contenía la paga de Navidad. Entonces solo los acaudalados tenían una cuenta en el banco. Las cuatro perras que te pagaban en tu centro de trabajo, te las daban metidas en un sobre. Algunos billetes y el pico hasta completar el total de tus retribuciones, en monedas a las que llamábamos calderilla.

A la llegada de mi padre, toda la familia nos íbamos inmediatamente a la tienda de “ultramarinos” —algún día les contaré por qué se llamaban así los establecimientos que ahora llamamos supermercados— a comprar el extraordinario de Navidad. La excepcional compra se componía de una tableta de turrón duro de almendra —ese al que llamaban de piedra porque es tan duro que al morderlo te puedes dejar un diente—, otra tableta del de Jijona, el que al cogerlo te quedan todos los dedos pringosos de un líquido grasiento que suelta el turrón; una botella de anís de “La castellana” o de “La asturiana” porque se hacían la competencia y que a falta mejores instrumentos, nos servían de acompañamiento musical rascando sus relieves con el borde de un cuchillo para cantar los 4 villancicos tradicionales de siempre en la soledad de la reducida familia. ¡Ah! Y para mi padre una botella de coñac “Las tres cepas”, un aguardiente que al pasar por la garganta te dejaba sin resuello.

Por aquel entonces, a pesar de la penuria en medio de la cual subsistíamos, en busca del aguinaldo llamaban a la puerta el cartero, el sereno —las generaciones de hoy no lo conocen porque en los sesenta lo sustituimos por el interfono— el cobrador de la luz, el del agua y sobre todo la chiquillería del barrio cantándonos un villancico y felicitándonos la Navidad.

Eran tiempos de penurias y todos pasaban en busca de unas monedas menos el basurero, que en vez de cobrar una tasa de residuos, nos obsequiaba con algún producto de los que cosechaba en su terruño en agradecimiento a que durante todo el año le entregábamos los desperdicios de la poca comida que teníamos y con ellos mantenía a sus animales.

Hoy el cartero –al que ya no conocemos— ha cambiado la buena nueva que suponía la carta de un amigo o un familiar, por alguna enojosa factura cuyo contenido, la mayoría de las veces, es más difícil de descifrar que los inescrutables jeroglíficos egipcios.

El carro del basurero dejó paso al estruendoso camión nocturno de la basura y su modesto, pero agradecido obsequio navideño, por la fría tasa de basuras que nos pasa el Ayuntamiento.

El espíritu modesto y entrañablemente familiar con que celebrábamos la venida del Niño Dios ha dado paso a una frenética y ostentosa exhibición de enfermizo consumismo.

Los animales del pesebre, hicieron todo lo que podían hacer. Dar al recién nacido su aliento. No se nos pide más a nosotros y sin embargo, en un derroche intolerable, millones de luces convierten nuestras ciudades en ascuas de luz. Millones de dardos que clavamos en el alma del Redentor cuando millones de seres inocentes mueren de inanición antes de llegar a cumplir un año o en su más tierna infancia.

¿A quién no se le parte el corazón frente a esos ojos suplicantes que miran sin entender nuestro indiferente despilfarro? Lo que cuenta, no es lo que se da, el aliento de la mula y el buey o el oro de los magos, sino el fervor del corazón que ennoblece la ofrenda.

Mirando el desgarrador cuadro que nos ofrece el tercer mundo, la vida se convierte en un doloroso desgarro, tan horrible e inhumano, que resulta angustioso pensar en ella. Preferimos sumergirnos en la vorágine de un mundo virtual y olvidarnos de que tenemos sensibilidad, de que tenemos un alma, un alma que nos grita.

Pero, ¿Quién nos ayudará a olvidar? Porque desde allá, desde lo más profundo, nos llegan, de repente, grandes voces ahogadas, trémulas...

¡Que vacío, que abandono el de esta noche si la conmemoración del nacimiento de aquel que vino al mundo a redimirnos, se limita a unos días festivos, a atiborrarnos de lo que no somos capaces de digerir y a regalarnos ese universo de cosas que nunca vamos a usar!

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