Desde la moción de censura que llevó a Sánchez a la Moncloa, el funcionamiento del Congreso de los Diputados es un verdadero bochorno. Claro que con los especímenes que se sientan en los escaños una actividad normal, sería un verdadero milagro.
Y que no se cargue en la cuenta de la pandemia la anormalidad que se vive en cada sesión y más concretamente en ese esperpento que se denomina “control del ejecutivo”. La situación viene provocada por causas ajenas al coronavirus, aunque el síndrome del contagio tenga, lógicamente, su parte de culpa.
Las causas del bochornoso espectáculo que soportan los españoles hay que buscarlas en una coalición de gobierno que hace aguas y que apenas se sostiene y en una oposición mal ejercida y fragmentada, lo que hace que ambos se defiendan como pueden y a su estilo.
Así las cosas, el insulto tabernario, los gestos chulescos, los desafíos barriobajeros y la catadura de pandilleros que muestran muchos de los que allí se apoltronan, se han enseñoreado de la Cámara que, en otros tiempos no demasiado lejanos, era ejemplo de cortesía, de bien decir, de culto a las buenas formas, de oratorias sobresalientes y hasta de acuerdos políticos entre facciones no demasiado afines, que se enfrentaban, en la mayoría de las ocasiones, de forma mínimamente civilizada.
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