A estas alturas de pandemia me atrevo a lanzar la pregunta: ¿alguien tiene dudas sobre la obligación que tiene este país de enmendar los errores que se han cometido en las residencias de ancianos durante la pandemia? A mí me parece que no. Y no hay tiempo que perder.
Las cifras están ahí y son… tremendas. El número de víctimas mortales que la COVID-19 ha dejado en las aproximadamente 5.457 residencias de ancianos españolas –entre públicas, concertadas y privadas- se sitúa en 19.440 según los datos proporcionados por las comunidades autónomas. Es brutal.
Sin embargo, pasan las semanas, nos encontramos en el desconfinamiento y en una “nueva normalidad”, se están produciendo pequeños rebrotes, pero se habla de un posible serio rebrote del virus en otoño, y uno sigue echando en falta que nuestros políticos dejen de tirarse los trastos a la cabeza y se pongan manos a la obra.
En este sentido hay mucho por hacer. Mucho. La vulnerabilidad demostrada por esos centros ha sido impresionante. El coronavirus hizo estragos en esos lugares sin apenas encontrar resistencia. Sólo allí donde hubo profesionales sanitarios que decidieron, por su cuenta y riesgo, blindar los recintos (en muchos casos, quedándose ellos enclaustrados dentro), se evitó una masacre.
Es preciso revisar muchas cosas, como esa figura del geriatra que decidía desde el hospital si derivaba allí o no a los enfermos más jóvenes. Habrá que exigir una dotación mínima de médicos y enfermeros en esas casas, aunque esto suponga encarecer las facturas. Será preciso idear un protocolo eficaz para este tipo de alarmas y dotar con material de protección a los profesionales.