Sin lugar a dudas, la pandemia del coronavirus va a suponer un antes y un después, no solo en los ámbitos de la ciencia médica, de la salud pública, de las políticas de prevención y de contención de fenómenos de esta naturaleza.
Hannah Arendt nos recordó que las crisis “nos obliga a volver a las preguntas”. Se impone ante nosotros la imagen de la fragilidad, quiebran las certezas más inmediatas, la conciencia de cada uno se expresa, en su mundo interior, y en el exterior, entre barreras de incertidumbre que no solo restringen la libertad de movimientos, la libertad aparente, sino que limitan nuestra expresión de existencia.
Tengo bien cerca la experiencia, en estas horas, de los adolescentes y jóvenes que, en la plenitud de la vida y con una percepción de que a ellos les afectan de verdad pocas cosas, no están habituados al hábito de negarse a sí mismos, de aceptar las normas, de cumplir una disciplina no habitual, es decir, otra distinta que no proceda de la rutina. Que el Estado, el gobierno, imponga medidas en la convivencia produce una difícil digestión. Los refugios personales se activan, buscan salidas. Ahora percibimos un sentido añadido a la tecnología, sus aportaciones y carencias.
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