Es evidente que, en este país en el que nos ha tocado nacer y vivir, podemos enorgullecernos de haber llevado a cabo muchos hechos meritorios, tener grandes y universales escritores, poetas, pintores, dramaturgos, científicos, inventores, grandes descubridores y valerosos generales que ayudaron a engrandecer nuestra patria. Toda una pléyade de personajes de los que legítimamente podemos sentirnos satisfechos de que hayan contribuido a incrementar el prestigio de nuestra nación, no sólo dentro de España sino en el resto del mundo civilizado. Pero quizá sea por nuestro carácter mediterráneo, por un innato sentimiento (quizá nuestra estrecha frontera con el resto de Europa haya contribuido a ello) de supervalorarnos, de dar mucha importancia a la heroicidades individuales de algunos de nuestros ancestros y de presumir de hechos, acontecimientos y hazañas atribuidas al pueblo español como sucedió cuando las tropas de Napoleón invadieron España en 1.808; mientras la Historia se ha centrado particularmente en alabar el heroísmo del pueblo español, especialmente representado por los fusilamientos del 2 de Mayo, magistralmente trasladados al lienzo por Goya; pero pasan de puntillas sobre aquella otra parte de los españoles que se adaptaron rápidamente a la corte del hermano de Napoleón, José Bonaparte, una postura que les valió el apodo de “afrancesados” y, sin olvidarnos de la triste y reprobable actuación de Fernando VII, el “rey felón”, vendido a los intereses de la nación francesa.
Sin menospreciar, ni mucho menos, el papel de nuestra nación a través de la Historia y reconociendo los méritos de todos aquellos que fueron capaces de convertir a España en un imperio en el “no se ponía el sol”, no debemos olvidarnos y aceptar humildemente que nuestros despilfarros en guerras con Francia y otros países a los que se había conquistado pero, sin embargo, la acción de nuestros virreyes y sus errores en captarse el respeto y consideración de aquel vasto imperio, fueron los causantes de que, como sucedió en nuestros descubrimientos en América, el desgaste causado por las malas políticas con respeto a los pueblos conquistados por parte de los representantes o virreyes españoles ( tampoco debemos olvidarnos de cómo, la Iglesia de aquellos tiempos impuso, con métodos expeditivos, el catolicismo sobre aquellos pueblos indígenas) y el correspondiente y exagerado coste económico de verse obligados a mantener en armas a muchos miles de soldados, a lo que añadir el derroche y corrupción de quienes dirigían a nuestras armadas y ejércitos destacados por toda Europa; fueron los causantes de que perdiéramos aquel inmenso imperio europeo, batalla a batalla, lo mismo que ocurrió con nuestras colonias de ultramar.
Incluso cuando hablamos de los Reyes católicos y las grandes hazañas bélicas contra los sarracenos, culminada con la conquista de Granada, en 1492, con la rendición del sultán Boabdil; no nos queda otro remedio que reconocer que, en aquellos lejanos tiempos la cultura, la ciencia, la medicina, la literatura, la filosofía y las artes, sin duda alguna, eran patrimonio de los musulmanes muy por encima del nivel cultural del pueblo español que, en general, estaba formado por campesinos analfabetos y soldados de fortuna. Con este preámbulo nos queremos referir a que los españoles quizás hemos pecado de vivir demasiado de recuerdos pasados, aferrarnos a glorias pasadas, olvidarnos de los errores de quienes gobernaron nuestro país durante los últimos siglos, en el transcurso de los cuales se fueron perdiendo, uno a uno, por negligencia, por incapacidad o por incompetencia de nuestros dirigentes, aquellos inmensos territorios que habíamos conseguido agrupar bajo la bandera de España.
Por esto choca que ahora, cuando nos enfrentamos a una epidemia sobre la cual nadie parece saber demasiado, que no se conocen remedios milagrosos para dominarla y que los encargados de dar confianza a los españoles, el Gobierno y demás responsables sanitarios, es evidente que sólo saben dar palos de ciego, dando muestras de que, ni entre ellos mismos, son capaces de entenderse y de que se fían, solamente, de que sea la propia evolución del coronavirus la que acabará por llevar al virus a un momento en el que pierda fuerza y deja de matar, pero todo ello sin que sepamos si se va a reproducir de nuevo, ni si se va a conseguirse una vacuna para prevenirlo o, simplemente, si llegará un momento en el que consiga encontrar un remedio fiable para, al menos, evitar la gran mortandad y contagio que viene amedrentando a un pueblo, el español, convencido de que todo es cuestión de suerte, como el juego de la ruleta rusa, el conseguir evitar el contagio.
Y aquí empiezan los rituales a los que los españoles somos tan dados. Ya se empezó a poner en práctica hace muchos años con los asesinatos de género, contra los cuales parece que la única solución ha sido popularizar los minutos de silencio, las manifestaciones feministas o los aplausos ante los féretros de las víctimas, resultados: ninguno, porque las víctimas no sólo no ha disminuido sino que están aumentando de año en año. Y todo ello porque no se ha querido contemplar que, una parte importante de tales asesinatos se vienen produciendo entre los inmigrantes de otros países y culturas y, otros, que seguramente tienen su origen en la gran degradación moral y ética por la que pasa la sociedad moderna, que ha suprimido las barreras que la sociedad tenía puestas para que existiesen obstáculos legales y religiosos, lo que hoy se han convertido en facilidades para romper matrimonios o para emparejarse libremente, simplemente para satisfacer necesidades de tipo sexual o permitir uniones entre personas del mismo género, lo que ha convertido aquellas relaciones de pareja, que antes estaban perfectamente acotadas, en libertinaje, indecencia y lubricidad.
En realidad, estamos dando paso a una serie de ritos que recuerdan a aquellos practicados por sociedades primitivas, ritos que en algunos casos rozan el ridículo pero que, al parecer, tienen una gran acogida entre esta parte de la ciudadanía, muy dada a tener soluciones para todo, que se cree que ayuda a la sociedad a mejorar saliendo a las calles a corear a quienes despotrican por cualquier motivo o para expresar un descontento por algo que, en muchos casos, si se les pregunta por qué protestan son incapaces de dar una respuesta coherente. Y aquí tenemos las famosas caceroladas, un infantilismo molesto que no tiene ningún sentido ni efecto o estos aplausos, cada día a las 8 de la tarde, que se les dedican a unos profesionales de la medicina para darles las gracias por estar cumpliendo con su deber, merecedores sin duda alguna del reconocimientos general, pero que no precisan que este reconocimiento se convierta en una obligación para que, cada tarde a la misma hora, tenga que repetirse el mismo rito. El sacralizar la protesta o la alabanza no es más que convertir algo espontáneo que, en un momento determinado, puede tener su explicación pero que, cuando se convierte en repetitivo y extemporáneo, puede llegar a convertirse en algo molesto, intempestivo, desagradable y contraproducente.
Ahora está de moda el hablar de la “gran responsabilidad” que demuestra el pueblo español cuando hace caso de las advertencias que viene recibiendo de las autoridades competentes, respecto a las precauciones que se deben tomar para evitar el contagio del coronavirus, en especial del enclaustramiento, que nada tiene de voluntario, en su domicilio de cada ciudadano. Se alaba a la ciudadanía por permanecer encerrados a cal y canto en sus domicilios, como si ello fuera una prueba de civismo, de responsabilidad o un comportamiento heroico de los que siguen las normas que se les dan. Pero, ¿en realidad se trata de civismo, de responsabilidad ciudadana o de cooperación en beneficio del resto de españoles?, o no será, más bien, que lo que ocurre es que los ciudadanos tienen miedo y terror de caer bajo los efectos de la pandemia, desconfianza respeto a las medidas que el gobierno toma para tratar de evitar que siga el virus causando muertes entre los españoles.
Seamos razonables y no convirtamos cualquier acto de nuestra vida, en la mayoría de los casos guiado por el instinto egoísta de conservación, en algo meritorio, digno de elogio y como una muestra de civismo. No seamos como nuestros gobernantes, que si uno los escucha cuando comparecen públicamente ante la audiencia popular, se nos presentan como si tuvieran la facultad de adivinar lo que va a suceder al día siguiente con el coronavirus, se atribuyen el mérito de las milagrosa curaciones que se van produciendo, se olvidan de lo que van a tener que hacer para salvar la economía de esta nación cuando remita la pandemia, y lo primero que nos anuncian es el aumento de impuestos, la restricción de las libertades individuales, la creación de leyes intervencionistas y una serie de mejoras de orden social que nadie se puede creer que van a poderse aplicar, dada la incapacidad de una economía en recesión, cómo va a ser la española cuando se recobre la normalidad sanitaria, para poder endeudarse por encima de lo que permite la tesorería del país y de los límites que nos va a imponer Europa y, mucho menos, pensar que la inversión extranjera y el turismo van a conseguir salvarnos del destino al que estamos condenados.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, es muy posible que este sentimiento de autocomplacencia que nos atribuimos, este toque de soberbia que nos hace pensar que somos más listos que los ciudadanos de otras naciones, que lo que pasa en otros países nunca nos va a suceder a nosotros y que tomándonos la vida a broma, con cuatro chistes más o menos ocurrentes, vamos a ser la excepción que salga reforzada de lo que nos está ocurriendo en estos momentos dramáticos por los que estamos pasando, vaya a ser el mismo que nos vamos a tener que tragar si, como es previsible que suceda, España se va a ver obligada a pasar por las horcas caudinas de una recuperación que va a superar, con creces, probablemente en un 100%, a la a la que tuvimos que enfrentarnos en el 2008.
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