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¿Demagogia o moralidad?

Nunca había pensado en la Constitución como un candado
Francisco Rodríguez
martes, 18 de noviembre de 2014, 10:10 h (CET)
Necesitamos tener algunas certezas fundamentales que nos sirvan de guía en nuestro vivir, pero da la impresión de que todo se ha desdibujado. Ya no sabemos lo que es bueno ni lo que es malo, ni lo que es un hombre y una mujer, ni lo que es un matrimonio, ni lo que es una familia...

Tampoco sabemos si el marco legal en que se desenvuelve la sociedad resulta ya tan fijo como pensábamos. La Constitución de la que estábamos bastante satisfechos las personas de mi generación, está en crisis. Unos quieren reformarla aunque no saben bien cómo ni para qué. Los últimos en llegar a la escena dicen que es un candado que hay que romper, aunque tampoco tengo muy claro si lo que desean es imponer algún sistema asambleario, la anarquía o algo peor.

Nunca había pensado en la Constitución como un candado aunque, sin duda, pretendía echar definitivamente el cierre a los enfrentamientos entre españoles: una constitución hecha entre todos, sin vencedores ni vencidos.

Los derechos y libertades que garantizan la convivencia han sido utilizados para hacerla imposible, con constantes intentos de reescribir la historia en lugar de aprender de ella. Toda la estrategia de la memoria histórica es mantener vivo el enfrentamiento de hace más de ochenta años. La rotura del candado constitucional servirá, sin duda, para dar salida de nuevo a todos nuestros demonios familiares.

En las aguas corrompidas podemos observar como bullen los microbios, las bacterias, los bichos infecciosos. En el inmenso y cenagoso charco de nuestra vida política no puede extrañarnos de que hayan aparecido y se multipliquen las más variadas bacterias, capaces de contagiarnos cualquier clase de dolencias y enfermedades, inclusive algunas de las que pensábamos erradicadas en Europa desde que cayó el muro hace 25 años.

Los españoles estamos padeciendo males de muchas clases y nos estamos quedando sin defensas para resistirlos, esas certezas fundamentales sobre la verdad y la mentira, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, más allá de las leyes y códigos penales que pueden alterarse por voluntad de efímeras mayorías, más allá de ingenierías sociales, de “nuevos derechos” disolventes o de nuevas tecnologías genéticas.

Nadie se siente culpable de nada, los culpables son siempre los otros. Pero en realidad todos somos culpables del mal que crece a nuestro alrededor, que crece dentro de nosotros mismos, hasta nuestras ansias de justicia están teñidas de odio, de revancha, de soberbia.

No nos van a salvar los que buscan el poder, pero podemos salvarnos si buscamos humildemente la verdad y el bien. Cuando todas las voces nos gritan que tenemos derecho a gozar sin límites, es difícil decidirse por llevar una vida sobria, austera, de servicio a los demás, de dominio de nuestros instintos, de respeto por la vida, de honestidad, de responsabilidad.

Pero no hay otro camino: ¿o moralizamos la vida pública desde nuestra propia moralidad personal o sufriremos las consecuencias? Que lo que estoy proponiendo es algo anticuado: sin duda, tan antiguo como Dios mismo que nos creó, tan antiguo como el diablo que está presente y actuando para difundir el mal ¿o es que no se nota?

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